jueves, 27 de diciembre de 2018

IMPORTANCIA DE LA ORACIÓN (5)

IMPORTANCIA DE LA ORACIÓN: 5
Cuáles son las disposiciones de corazón que debemos llevar a la oración para que sea fructuosa:
Para hablar con Dios es preciso despegarse de las criaturas; no hablaremos dignamente al Padre celestial, si las criaturas: personas, cosas, afectos…, ocupan  la imaginación, el espíritu, y, lo que es más, el corazón; de ahí que lo primero, lo más necesario, lo esencial para poder hablar con Dios, es este dejar todo a un lado para ocuparse sólo de Dios.
Además debemos procurar orar con recogimiento. El alma ligera, disipada y siempre distraída, el alma que no sabe ni quiere esforzarse por atar a la loca de la casa, es decir, reprimir los desvaríos de la imaginación, no será nunca un alma de oración. Cuando oramos, no nos han de turbar las distracciones que nos asalten, pero sí se ha de enderezar de nuevo el espíritu llevándole dulcemente y sin violencia al tema que debe ocuparnos, ayudándonos si es preciso de un libro.
¿Por qué son tan necesarios a la oración esta soledad, aun física, y ese desasimiento interior del alma? porque es el Espíritu Santo quien ora en nosotros y por nosotros. Y como su acción en el alma es sumamente delicada, en nada la debemos contrariar, so pena de «contristar al Espíritu Santo», porque de otro modo el Espíritu divino terminará por callarse. Al abandonarnos a Él, debemos, por el contrario, apartar cuantos estorbos puedan oponerse a la libertad de su acción; debemos decirle: «Habla Señor, que tu siervo escucha». Y esa su voz no se oirá bien si no es en el silencio interior.
Hemos de permanecer además, en aquellas disposiciones fundamentales de no rehusar a Dios nada de cuanto nos pidiere, de estar siempre dispuestos, como lo estaba Jesús, a dar en todo gusto a su Padre. «Hago siempre lo que es de su agrado» (Jn 8,29). Disposición excelente, por cuanto pone al alma a merced del divino querer.
Cuando decimos a Dios en la oración: «Señor, tú sólo mereces toda gloria y todo amor, por ser sumamente bueno y perfecto; a ti me entrego, y porque te amo, me abrazo con tu santa voluntad», entonces responde el Espíritu divino, indicándonos alguna imperfección que corregir, algún sacrificio que aceptar, alguna obra que realizar; y, amando, llegaremos a desarraigar todo cuanto pudiera ofender la vista del Padre celestial y a obrar siempre según su agrado.
Para esto, se ha de entrar en la oración con aquella reverencia que conviene en presencia del Padre de la Majestad. Aunque hijos adoptivos de Dios, somos simples hechuras suyas, y aun cuando se digne comunicarse a nosotros, no por eso deja de ser Dios, el Señor de todo, el Ser infinitamente soberano. La adoración es la actitud que cuadra mejor al alma delante de su Dios. «El Padre gusta de aquellos que le adoran en espíritu y en verdad». Notad el sentido íntimo de estas dos palabras: «Padre…y adoran». ¿Qué otra cosa nos quiere decir sino que, si bien llegamos a ser hijos de Dios, no dejamos por eso de ser criaturas suyas?
Dios quiere, además, que, mediante ese respeto humilde y profundo, reconozcamos lo nada que somos y valemos. Subordina la concesión de sus dones a esta confesión, que es a la vez un homenaje a su poder y a su bondad. «Resiste Dios a los soberbios, mas a los humildes otorga su gracia». Bien a las claras nos enseñó el Señor esta doctrina en la parábola del fariseo y del publicano.
Más todavía debe abundar en mayores sentimientos de humildad el alma que ofende a Dios por el pecado; en este caso, es preciso que manifieste la compunción interior con que lamenta sus extravíos, y que caiga de rodillas ante el Señor, igual que la Magdalena pecadora.
Pero nuestros pecados pasados y actuales miserias, no nos han de alejar atemorizados de Dios. Porque estábamos muy alejados del Padre, pero ya nos acercó a Él Jesús, con su preciosa Sangre, con la que nos ha devuelto toda la  hermosura perdida por el pecado. Porque Cristo, y sólo Él, es quien suple nuestro alejamiento, nuestra miseria, nuestra indignidad… En Él nos hemos de apoyar cuando oramos. Nadie va al Padre sino por Mí, Yo soy el camino, el único camino. Cristo es quien puede ponernos en contacto con Dios.
Hay que unir, pues, nuestras plegarias a las que Jesús elevaba desde este suelo. Pasaba las noches en oración con Dios. Jesús oró por Sí mismo cuando pidió al Padre que lo glorificara, oró por sus discípulos, no para que fueran sacados de este mundo, sino para que se viesen libres del mal, y oró por todos cuantos habíamos de creer en Él.
Jesús nos dejó, además, una fórmula admirable de oración en el Padrenuestro, donde se pide todo cuanto un hijo de Dios puede pedir a su Padre que está en los cielos.- «¡Oh Padre!, santificado sea tu nombre. «Venga a nosotros tu reino», a mí y a todas vuestras criaturas; se Tú siempre el verdadero amo y señor de mi corazón, y que en todo, sea para mí agradable o adverso, se cumpla tu voluntad; que yo pueda decir, como tu Hijo Jesús, que vivo para Ti. Todas nuestras súplicas, dice San Agustín, debieran reducirse esencialmente a esos actos de amor, a esas aspiraciones, a esos santos deseos que Cristo Jesús puso en nuestros labios, y que su Espíritu, el Espíritu de adopción, repite en nosotros. Es la oración por excelencia de todo hijo de Dios.
Además, no sólo santificó Nuestro Señor con su ejemplo nuestras oraciones, sino que las apoya con su crédito divino e infalible. Él mismo nos tiene dicho que todo cuanto pidamos al Padre en su nombre, nos será otorgado.
Y así nuestro gozo será completo. Porque el alma que de veras se da a la oración, se va desasiendo más y más de todo lo terreno, para penetrar más profundamente en la vida de Dios.

jueves, 20 de diciembre de 2018

Importancia de la Oración. Charla semanal


IMPORTANCIA DE LA ORACION 4
Si todos los días reservamos algún ratito, largo o breve, según nuestras aptitudes y los deberes de nuestro estado, para conversar con el Padre celestial, para recoger sus inspiraciones y escuchar los llamamientos del Espíritu, sucederá entonces que las palabras de Cristo, como dice San Agustín, serán cada vez más frecuentes e inundarán el alma con raudales de luz, abriendo en ella fuentes inagotables de vida.
El alma, a su vez, traduce constantemente sus sentimientos en actos de fe, de dolor y compunción, de confianza y de amor, o de complacencia y de entrega a la voluntad del Padre celestial; se mueve en un ambiente del todo divino; la oración llega a ser su respiración y como su vida; en ella vive habitualmente, y, por tanto, no tiene que hacer esfuerzo para encontrar a Dios, aun en medio de las ocupaciones más absorbentes.
Los momentos que dedica diariamente al ejercicio formal de la oración, no son sino la intensificación de ese estado habitual de dulce reposo y unión con Dios en que le habla interiormente y ella misma escucha la voz del Altísimo. Ese estado es la misma presencia de Dios, en un coloquio interior y amoroso, en que el alma habla a Dios a veces con los labios, pero ordinariamente con el corazón, permaneciendo siempre unida a Él, a pesar de los múltiples quehaceres diarios. Hay no pocas almas sencillas, pero rectas, que, fieles al llamamiento del Espíritu Santo, alcanzan ese estado tan deseable.
El alma prescinde de todo cuanto los sentidos, la imaginación y aun la misma inteligencia le representaban, para atender únicamente a lo que la fe le dicta sobre Dios. El alma ha progresado, toca ya el velo del Santo de los Santos; sabe que Dios se le oculta tras ese velo como tras una nube; casi le toca, pero aun no le ve. En este estado de la oración de fe, el alma se acoge a Dios con quien se siente unida, a pesar de las tinieblas que sólo la luz beatífica será capaz de disipar; gusta de Dios, a quien tiene la dicha de poseer. Como dice la esposa en el Cantar de los Cantares: «Como el manzano entre los árboles silvestres, tal es mi amado entre los mancebos. A su sombra anhelo sentarme y su fruto es dulce a mi paladar».
El alma ha entrado ya en la oración de quietud, adonde se puede asegurar que llegan muchas almas cuando son fieles a la gracia. Entonces el alma encuentra, en esa simple adhesión de fe, en ese abrazo de amor…, el valor de la elevación interior, la libertad de corazón, la humildad y la entrega al beneplácito divino, que le son necesarios en el largo caminar hacia la plenitud de Dios. «Una cosa son las muchas palabras y otra, el afecto firme y constante», dice San Agustín en su Epístola.
Luego, si así le place a la Bondad Suprema, Dios mismo hará traspasar a esa alma las lindes ordinarias de lo sobrenatural para darse a ella en misteriosas comunicaciones, en que las facultades naturales, elevadas por la acción divina, reciben, bajo el influjo de los dones del Espíritu Santo, y, sobre todo, de los de entendimiento y sabiduría, un modo de operación superior. Los místicos lo describen como el éxtasis.
No podemos en modo alguno, subir por nuestros propios esfuerzos a tal grado de oración y de unión con Dios, porque dependen únicamente de su libre y soberana voluntad. ¿Se podrá al menos desearlo? Si se trata de los fenómenos accidentales que acompañan a la oración, como son las revelaciones, el éxtasis y los estigmas, desde luego que no; pues habría en ello temeridad y presunción; pero tratándose del conocimiento puro, simple y perfecto, que Dios da en ella de sus perfecciones, del amor encendido que se sigue de ello en el alma, ¡ah!, entonces os diré, que deseéis con todas vuestras fuerzas un alto grado de oración y el gozar de la contemplación perfecta. Porque Dios es el autor principal de nuestra santidad; y en estas comunicaciones es cuando precisamente trabaja con mayor empeño; luego no desearlas sería no desear «amar a Dios con toda nuestra alma, con toda nuestra mente, con todas nuestras fuerzas y con todo nuestro corazón». Además, ¿qué da a nuestra vida todo su valor, quién determina los grados de nuestra santidad? -Ya os he dicho que es la intensidad del amor con que vivimos y obramos. Y esta pureza e intensidad de la caridad se obtienen con abundancia en la oración. Veis por qué nos es tan útil, y por qué asimismo debemos aspirar legítimamente a alcanzar un alto grado de oración?
Claro está que en esto como en todo, hemos de someter nuestros deseos a la voluntad de Dios, pues sólo Él sabe lo que más conviene a nuestras almas; y aun cuando trabajemos siempre por ser fieles, generosos y humildes, para obedecer en todo momento a la gracia, aun cuando suspiremos por llegar a la cima de la perfección, con todo, conviene y mucho no perder nunca la paz del alma, seguros de que Dios es harto bueno y sabio para darnos lo que más nos conviene.
Por tanto digamos: «¡Señor, enséñanos a orar!»…