miércoles, 9 de enero de 2019

LA CONFESIÓN


LA CONFESIÓN
         La Meditación de hoy está basada en un libro de Buenafuente.
         El perdón es gracia, es un regalo, es la respuesta de Dios a la actitud humilde, sincera, arrepentida hacia quien retorna a Dios atraído por la bondad divina. A ese hijo pródigo que reconoce que si estuviera en casa de su padre, no pasaría hambre y decide volver a pedirle perdón por haber abandonado el hogar.
         El perdón se convierte en gozo íntimo, en mirada limpia, en deseos de comenzar de nuevo. Y además, como fruto, produce la comprensión ante la debilidad de los demás, la capacidad para entenderlos, la llamada a perdonar también a los que nos han podido ofender.
         El perdón limpia la mente y la salva de los enredos. Nos permite avanzar sin mirar hacia atrás.
         Cuando pecamos, perdemos la paz y la alegría interior. El perdón nos libera, arranca nuestros pies de la charca fangosa de la tristeza y el desaliento, nos hace experimentar que volvemos a la tierra firme y estable. Nos libera del pensamiento que nos introduce el demonio de creer que somos incapaces de permanecer fieles.
         Sentimos la experiencia indescriptible del abrazo divino, que ensancha el corazón y le devuelve el ritmo sereno, la capacidad de entrega. Experimentamos la misericordia de nuestro Dios para el hijo que vuelve destrozado y humilde, sucio y con los bolsillos vacíos.
         Dios se conmueve, sale gozoso a nuestro encuentro, ni siquiera espera que lleguemos hasta Él.
         Donde no hay perdón, hay resentimiento, recuerdos negativos de nuestros malos actos, endurecimientos del corazón, pérdida de sensibilidad y un hábito hacia el pecado. El pecado llama al pecado. La Sagrada Escritura afirma que el justo peca hasta siete veces. Por eso siempre tenemos necesidad de perdón.
         No podemos buscar excusas a nuestros pecados con el fin de evitar ir a la confesión. Esto nos haría perder la conciencia de pecado.
         ¡No deseches la gracia del perdón! ¡No te condenes a perder el gozo de los que vuelven a sentir a Dios como Padre! ¡No dudes nunca de la misericordia de Dios!
         Hay que dejarle a Dios que nos juzgue y no juzgarnos nosotros a nosotros mismos y a los demás. Él nos conoce desde antes de nacer y no nos pedirá nunca más de lo que podemos darle. Él nos sondea y nos conoce. Es mejor reconocer nuestra propia debilidad que justificarnos ante nuestro pecado, porque Él es justo y misericordioso.
         Ante una conciencia rectamente formada, se puede reaccionar como quien no quiere oírla, haciendo violencia al gemido interior del Espíritu Santo, que nos invita a acudir al Sacramento del perdón.
         O puede ocurrir también que nos dejemos llevar por la angustia, por un sentimiento enfermizo de culpa, hasta el extremo de creer que no tendremos perdón. Nos martirizamos interiormente, llevándonos a un arrastrar la existencia con tristeza, con desánimo. Esto, más que delicadeza de conciencia, se convierte en una enfermedad espiritual. La solución sería la humildad, el reconocimiento de la propia pobreza y el acudir a pedir perdón.
         Es normal que en nuestra vida espiritual tengamos sentimientos de que somos imperfectos, pecadores, pero esto no significa que estemos continuamente en pecado, sino que en nuestro deseo de ser santos, comprobamos que aún estamos muy distantes de conseguirlo. Pero no hay otra salida que la de continuar con el combate, sin caer en el afán del perfeccionismo, sino fijando nuestra mirada en la misericordia de Dios.
         El secreto de los que avanzan en la vida espiritual no está en que son mejores, sino en que creen en la Palabra de Dios, que ofrece permanentemente la llamada a la confianza, a caminar de su mano y nos invita a dejarnos perdonar y amar por Él, a retornar a la casa entrañable, donde nos excusa, perdona y consuela. Él mantiene su fidelidad, se echa sobre sí nuestras maldades sin pasarnos factura por ellas, si de corazón nos convertimos a Él. Nunca agradeceremos suficientemente la paciencia de Dios, la intercesión de su Hijo amado por la humanidad, el regalo del Espíritu Santo del perdón de los pecados. Es momento de no mirar hacia atrás, sino como dice Santa Teresa, de poner nuestros ojos en el que va delante, en Jesús.
         La mejor actitud es pedir perdón a Dios como nos enseña el salmista: Piedad de mí Señor, pues reconozco mi culpa, tengo presente mi pecado. Contra Ti, contra Ti sólo pequé. Cometí la maldad que aborreces. Lava mi culpa y limpia mi delito.
         Ante el hombre humilde, que reconoce su pecado, el Señor siempre reacciona con el perdón.
         El perdón de Dios también nos debe llevar a perdonar nosotros a los demás. Porque como dice el pasaje de Mateo, en la parábola del empleado inicuo: ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti? Y además, no te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete. O sea, siempre.
         La actitud de Dios conmigo me enseña a amarme y a comprenderme. Si Dios te perdona, ¿tú no te vas a perdonar? No hacerlo denuncia tu amor propio y tu orgullo, en vez de tu honestidad y coherencia. Dios no quiere que seamos duros e implacables con nosotros mismos, cuando Él no lo es.
         Oremos ahora ante Él: Señor, desde la experiencia del perdón, que tan abundantemente me concedes, quisiera revestirme irrevocablemente de tus entrañas, que tienen la actitud permanente de misericordia y ser así para los demás mediación constante de tu bondad.
Me duele la permanente comprobación de mi debilidad. Es tanta mi flaqueza, que me avergüenza seguir recibiendo constantemente tu perdón, sin llegar a superar la inclinación al mal y a la caída. Esto me hace gustar la tentación del desánimo y de la tristeza. Desde tu perdón debo aprender yo también a perdonarme setenta veces siete.
Dame, al menos, conciencia permanente de mi debilidad, sin que sea un sentimiento enfermizo. Infúndeme sinceridad de corazón, que no conviva con lo que sé que no te agrada. Préstame valentía para reconocer mi pecado y apertura a tu gracia. Concédeme capacidad de perdonarme desde tu constante misericordia.
Revísteme de ternura y fortaleza, de compasión y limpieza de corazón, de sabiduría y humildad, de amor y de perdón, de conocimiento de Ti y de mí mismo, de verdad y de bondad. Revísteme con la túnica de tu humanidad santa.
Que aprenda a volver a empezar y así cada día. Si no fuera por tu paciencia, me cansaría de intentarlo.
Que me postre siempre ante Ti, aun avergonzado, para que me revistas una de las setenta veces, con tu perdón. El secreto está en que yo mismo sepa descargar en Ti, de manera confiada, setenta veces siete el peso de mi flaqueza. Amén

jueves, 3 de enero de 2019

LAS ALMAS DEL PURGATORIO


LAS ALMAS DEL PURGATORIO
La existencia del Purgatorio es dogma de fe.
Todo pecado, nos enseña la Iglesia, lleva consigo una culpa y una pena. Culpa es la ofensa hecha a Dios. Pena es el castigo que merece. La culpa se nos perdona en la Confesión. La pena hay que expiarla durante nuestra vida en la tierra o en el Purgatorio.
Mueren muchos hombres que no han tenido la voluntad o el tiempo para satisfacer lo que debían de sus culpas ya perdonadas. Algunos obtienen este perdón momentos antes de exhalar el último suspiro. La divina  misericordia los libra de las penas del infierno, pero deben satisfacer el tributo debido a la justicia.
El Purgatorio es un lugar destinado por la amorosa providencia de Dios a la expiación de las almas que ya han salido de este mundo limpias de pecados graves, pero no tan puras y santas como es preciso para ser admitidas a la presencia de Dios.
No es Dios quien envía al alma al Purgatorio. Es ella la que quiere ardientemente ser encerrada allí. Prefiere ver frustrado su anhelo de ver a Dios así manchada. Cuando por los medios que el Señor ha puesto para su purificación, que son la oración, los sacrificios y las obras buenas de la Iglesia militante hayan cumplido su efecto, entonces se le abrirán las puertas del cielo.
El Purgatorio empieza ya en esta vida cuando correspondemos a la gracia y cambiamos de vida. Es entonces cuando comienzan los dolores, penitencias, incomprensiones, enfermedades…, todo esto puede servirnos para expiar nuestros pecados. Aun así, difícilmente llegaremos en esta vida a la limpieza exigida, por esto es necesario el Purgatorio.
En él, las almas están atormentadas por el dolor físico, pero parece que el tormento más fuerte que sufren proviene del amor que sienten por unirse a Dios.
Santa Magdalena de Pazzis pudo contemplar una vez a su difunto hermano, que estaba penando en el purgatorio, y a su vista exclamó horrorizada: ¡Misericordia, misericordia! Todos los tormentos de los mártires son nada en comparación de lo que sufren en el purgatorio.
Una  vez se apareció un ángel a un piadoso cristiano enfermo, y le dijo: Es poco lo que te toca vivir en este mundo, pero puedes escoger entre tres años de sufrimiento en la tierra o tres días de Purgatorio. El enfermo escogió lo último, pero cuando ya estaba en el Purgatorio, se le apareció de nuevo el ángel y escuchó que el alma se le quejaba diciendo: Tú me habías asegurado que no estaría aquí más que tres días y hace más de tres años que sufro horriblemente. Te engañas, le dijo el ángel, no hace más que un momento que estás aquí; tu cuerpo está en la tierra todavía caliente. En el Purgatorio, la magnitud del dolor hace que la más corta duración produzca el efecto de una eternidad.
Aun así, el alma preferiría precipitarse en mil infiernos que comparecer en ese estado de impureza ante su divina majestad. De ahí que el alma se lance al Purgatorio para que, a través de dolores y suplicios espantosos, recupere la plena pureza.
Una vivencia puede darnos una idea de ese dolor. El emperador Nicolás de Rusia, procuraba que todos los católicos de sus dominios apostataran. En una ocasión hizo encarcelar durante siete años a 245 vírgenes católicas de la orden de San Basilio, atormentándolas de varias maneras para lograr su apostasía. Durante una semana fueron encerradas todas juntas en una estrecha cárcel, en que cada una no recibía más que medio arenque al día, privándolas de agua y pan para vencerlas por el terrible tormento de la sed. Pronto tuvieron la lengua y el estómago hechos ascua, hasta el punto de que la lengua comenzaba ya a agrietarse. En medio de este tormento se acordaron de las almas del Purgatorio y pensando que ellas sufren dolores parecidos, cayeron de rodillas y rogaron por ellas, ofreciendo a  Dios los propios padecimientos en su sufragio. Esta plegaria produjo en seguida un prodigioso alivio de sus dolores, y desde aquel momento no sintieron ya hambre ni sed. Al salir de aquella prueba, ninguna de ellas se acercó a la fuente. Una de estas heroicas vírgenes, la superiora, pudo ir a Roma y referir todas estas crueldades al Papa Pío IX.
Cada alma, al morir el hombre, se dirige hacia su destino. Un alma limpia corre a unirse a Dios. Un alma muerta por el pecado cae irremediablemente en el infierno. Un alma viva, pero manchada por defectos y faltas, se dirige al lugar de la purificación. Los tres destinos son ya ineludibles. Nada puede detener al alma de ir al cielo, al infierno o al purgatorio. La libertad para hacer el bien o para obrar el mal ha dejado de existir cuando el hombre muere.
Nosotros representamos la purificación a través del fuego, pero las almas purgantes, en realidad, sufren por el medio más adecuado para curar los defectos en que cayeron mientras vivían.
Pero a pesar de sus terribles dolores, explica Santa Catalina de Génova, las almas del purgatorio gozan de una dulce tranquilidad por ser su voluntad totalmente conforme a la Voluntad de Dios. Se saben destinadas con total certeza a la visión de Dios por toda la eternidad.
Escribía San Francisco de Sales: Es verdad que los tormentos son allí tan grandes, que los más terribles dolores de esta vida no se pueden comparar con ellos; pero también son tan grandes las satisfacciones interiores que no hay prosperidad ni contento en la tierra que se les pueda igualar.
Ahora bien, para que el Dios acorte este tiempo, debemos recurrir a oraciones y sacrificios, pero también a las obras de caridad. Una vez una noble señora consultó a San Clemente que a menudo se le aparecía en sueños su difunto marido temblando de frío. Y el santo le respondió: Vista ud a los pobres y ofrezca esta buena obra en sufragio del difunto. Pasado algún tiempo, se le presentó de nuevo aquella señora contándole que se le había vuelto a aparecer ya ricamente vestido y con muestras de una gran alegría, sin padecer ya ningún tormento.
Sin embargo, todo lo que podamos ofrecer nosotros, resulta insuficiente. Por eso, durante el Santo Sacrificio de la Misa, la Santa Madre Iglesia vierte la preciosa Sangre de Cristo sobre aquellas almas dolientes que expían y se purifican en el Purgatorio. Sobre ello nos dice San Leonardo de Porto-Maurizio: Una sola Misa bastaría para sacar todas las almas del Purgatorio y abrirles las puertas del cielo…
Esta es la razón de que encarguemos Misas para las almas del Purgatorio, de que encarguemos las Misas Gregorianas, para despoblar el purgatorio de almas.
Además, la Iglesia tiene potestad de perdonar las penas temporales gracias a las Indulgencias, que pueden ser plenarias o parciales y que se pueden aplicar a los difuntos.
Tienen indulgencias parciales las invocaciones, las jaculatorias, las obras de caridad hechas con espíritu cristiano, las limosnas, las penitencias que hacemos cuando nos abstenemos de cosas que son buenas en sí, el rezo del Rosario, del Angelus, del Alma de Cristo, del Credo, la Comunión Espiritual, el Acto de Contrición, la renovación de las promesas del Bautismo, las Letanías, el Magnificat, la Salve, los Laudes, las Vísperas… Pero para ganarlas, hay que estar en gracia de Dios y tener la intención de ganarlas.
Para ganar la Indulgencia Plenaria se requiere la Confesión dentro de los quince días, la Comunión y oración por el Papa y la actitud de conversión. Podemos ganarla con el rezo del Rosario meditando en los misterios, rezado en la Iglesia o en familia; el rezo del Via Crucis delante de las estaciones legítimamente erigidas recorriendo las catorce estaciones ; la visita al Santísimo durante media hora o leer la Biblia durante media hora.
Son muchos los medios de que disponemos para aliviar el sufrimiento de las almas del purgatorio, que ya no pueden merecer por ellas mismas, pero que sí pueden interceder por nosotros enormemente si nos convertimos en sus benefactores. Y es una de las obras de caridad más grandes que podemos hacer.