sábado, 16 de marzo de 2019

LA TRANSFIGURACIÓN. Charla Semanal



LA TRANSFIGURACIÓN

Del santo Evangelio según san Lucas 9, 28-36
En aquel tiempo, Jesús se llevó a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar. Y sucedió que, mientras oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de una blancura fulgurante, y he aquí que conversaban con él dos hombres, que eran Moisés y Elías; los cuales aparecían en gloria, y hablaban de su partida, que iba a cumplir en Jerusalén. Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño, pero permanecían despiertos, y vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él. Y sucedió que, al separarse ellos de él, dijo Pedro a Jesús: Maestro, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías, sin saber lo que decía. Estaba diciendo estas cosas cuando se formó una nube y los cubrió con su sombra; y al entrar en la nube, se llenaron de temor. Y vino una voz desde la nube, que decía: Este es mi Hijo, mi Elegido; escuchadle. Y cuando la voz hubo sonado, se encontró Jesús solo. Ellos callaron y, por aquellos días, no dijeron a nadie nada de lo que habían visto.

Y se transfiguró ante ellos, de modo que su rostro se puso resplandeciente como el sol, y sus vestidos blancos como la luz.
Este importante acontecimiento, en el que por un momento la divinidad y el mundo celestial irrumpen en la vida terrena de Jesús, estuvo envuelto para los discípulos que lo presenciaron, y también para nosotros, en el velo del misterio; no podemos llegar a una plena comprensión de él. Los evangelistas, para expresar lo inefable, se valen de imágenes como «... brillante como el sol... blancos como la luz…, blancura fulgurante…», y añaden que los discípulos se llenaron de temor, aunque las palabras de Pedro: Maestro, bueno es estarnos aquí. Vamos a hacer tres tiendas…, revelan bienaventuranza y complacencia.

La transfiguración cumple la función de confirmar que Jesús es nada más y nada menos que el Hijo de Dios y también nos da información específica respecto a la razón de su venida, es decir, su misión mesiánica, que les revelará después y que no entenderán.
Jesús se transfigura «para quitar del corazón de sus discípulos el escándalo de la cruz», para ayudarles a sobrellevar los momentos oscuros de su Pasión. Cruz y gloria están íntimamente unidos.
Muchas veces en nuestra vida necesitamos momentos previos de gloria, de unión fuerte con Dios, de gracias especiales de reconocimiento de la presencia de Dios en nuestra vida, para luego sobrellevar y tener fuerzas para abrazar la cruz que permite y desea para nosotros.
Los discípulos nunca olvidaron lo que sucedió ese día en el monte. Juan escribió en su evangelio, “Y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad.”
De igual manera, nosotros no debemos olvidar los momentos fuertes de gracia cuando la cruz oscurece esos momentos de gloria.

De la nube, que es símbolo y revelación de la presencia de Dios, salió una voz divina que, al igual que en el Jordán, atestiguaba que Jesús es el Hijo amado y único de Dios. La voz del cielo constituye el elemento central de la escena del Tabor, y va dirigida expresamente a los discípulos, para quienes significaba una confirmación divina de la mesianidad de Jesús, afirmada poco antes por Pedro: Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Y ratificada por el propio Cristo.

Santo Tomás de Aquino comenta que en la Transfiguración «apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa». Y una plegaria de la liturgia bizantina dice al Señor Jesús: «Tú te transfiguraste en la montaña, y tus discípulos, en la medida en que eran capaces, contemplaron tu Gloria, oh Cristo Dios, a fin de que, cuando te vieran crucificado, comprendieran que tu Pasión era voluntaria, y anunciaran al mundo que Tú eres verdaderamente la irradiación del Padre».

El «Escuchadle» que sale de la nube, significa escuchar al Señor con la disposición sincera de identificarse con Él y esto nos lleva a aceptar el sacrificio,  a poner a Jesús en el centro de nuestra atención: Hemos de oírlo, y dejar que su vida y enseñanzas divinicen nuestra vida ordinaria.
«Señor nuestro, aquí nos tienes, dispuestos a escuchar cuanto quieras decirnos. Háblanos; estamos atentos a tu voz. Que tu conversación, cayendo en nuestra alma, inflame nuestra voluntad para que se lance fervorosamente a obedecerte».
¡Jesús: verte, hablarte! ¡Permanecer así, contemplándote, abismado en la inmensidad de tu hermosura y no cesar nunca, nunca, en esa contemplación! ¡Oh Cristo, quién te viera! ¡Quién te viera para quedar herido de amor a Ti!
Buscaré, Señor, tu rostro. Me ilusiona cerrar los ojos, y pensar que llegará el momento, cuando Dios quiera, en que podré verle, no como en un espejo, y bajo imágenes oscuras... sino cara a cara. Sí, mi corazón está sediento de Dios, del Dios vivo: ¿cuándo veré el rostro de Dios?

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