EJERCICIOS ESPIRITUALES 30
Probablemente, aún el Espíritu Santo sea el gran desconocido en nuestra
vida o, cuando menos, no el gran conocido, siendo el que habita en
nuestras almas.
Hoy,
próximos a celebrar Pentecostés, le pedimos que nos ayude a
contemplarlo. Él, que ha sido durante estos Ejercicios el artífice de
nuestra santificación, puesto que los Ejercicios son la obra del
Espíritu Santo en nosotros. Si queremos tener vida espiritual, tenemos
que dejar que el que nos habita, trabaje.
Pedimos sentir y gustar la presencia del Espíritu de Dios en la Iglesia
y en mi vida. Abrirme a sus dones transformadores, que cambian mi
corazón y me fortalecen durante el camino. Tener disponibilidad,
apertura, docilidad…
Leemos el pasaje que nos narra Hch 2,1-11: “Estando todos juntos en un
lugar, se produjo de repente un ruido proveniente del cielo como el de
un viento que sopla impetuosamente, que invadió toda la casa…
Aparecieron, como divididas, lenguas de fuego, que se posaron sobre cada
uno de ellos, quedando todos llenos del Espíritu Santo; y comenzaron a
hablar en lenguas extrañas, según que el Espíritu les otorgaba
expresarse”.
Ya Cristo en la cruz, traspasado por nuestros pecados, entregó el
Espíritu. Algunos autores interpretan ese espíritu con minúscula, como
que entregó la vida. Pero otros lo interpretan y lo entienden con
mayúscula, como que nos entregó el Espíritu Santo. Con la muerte de
Cristo comienza la vida del Espíritu. El mismo Jesús permanece con
nosotros por medio del Espíritu Santo.
Se representa al Espíritu Santo como un viento que sopla impetuosamente
y luego como lenguas de fuego. Por medio del viento y del fuego,
elementos de la naturaleza familiares al hombre, nos acercamos a la
acción del Espíritu en nosotros. El Espíritu da forma y contenido a
nuestra vida. Penetra en lo más hondo de nuestro corazón para destruir y
arrancar las malas hierbas, las malas inclinaciones, los malos
pensamientos y deseos; y para edificar y plantar las obras del Espíritu:
las obras de caridad, de humildad, la obra de nuestra santificación.
Bajo
el influjo del Espíritu Santo madura y se refuerza nuestra vida
interior. A nosotros nos toca ser dóciles. Un cristiano maduro es el que
va viviendo a impulsos del Espíritu Santo. Él hace fácil lo que para
nosotros es difícil. Él nos hace digerir incluso las cosas difíciles que
nos pide Dios en nuestra vida, aquello que no entendemos y que nos
cuesta aceptar. Basta pedirle su intervención y ser dóciles: dejarnos
guiar, dejarnos llevar por Él.
Cuando uno vive entregado a Dios, Dios nos entrega su Espíritu.
El Espíritu Santo es la entraña misma de nuestro ser, es el alma de nuestra alma.
Sin el Espíritu Santo, todo nos acabará cansando y desgastando.
Si no estamos dispuestos a morir a nosotros mismos, matamos la vida del
Espíritu. Él es el motor de arranque y sin Él mi vida no se mueve.
Él modela nuestra alma según como somos cada uno, con nuestra
psicología particular, con nuestro carácter peculiar, con la
configuración que Dios nos ha concedido a cada uno. Por eso el camino de
santidad de cada uno es único e irrepetible. El Espíritu Santo no
trabaja en nosotros en serie. Santo Cura de Ars no hay más que uno.
Santa Madre Teresa de Calcuta no hay más que una. Somos irrepetibles y
especiales cada uno para Dios y el Espíritu Santo se empeña y se recrea
en cada uno. Por eso no debemos tirar la toalla cuando vemos las
virtudes y dones con que Dios ha enriquecido a los santos. El vernos
lejos de ellos no es ni más ni menos que el no dejar que su gracia actúe
en nosotros, porque la riqueza de sus dones no se agota y Él tiene para
mí los que sólo yo necesito y Él sabe bien de lo que yo tengo
necesidad. Por eso a veces la mejor oración es: Dame tu gracia, dame lo
que sabes que necesito para mi santificación.
Dice
San Pablo en su carta a los Romanos: “El Espíritu viene en ayuda de
nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene;
más el mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inenarrables, y el
que escudriña los corazones conoce cuál es el deseo del Espíritu, porque
intercede por los santos según Dios”.
Es
cierto que a veces soñamos con santidades rápidas. Y la acción de Dios
no funciona así. La obra de la santidad es lenta. Dios se toma su tiempo
para cada cosa. Pensemos en la vida de Jesús: esperó 30 años antes de
comenzar su obra apostólica.
Entremanos nos traemos la obra de Dios y hay que dejarle que la haga a
su manera: en nosotros y en el mundo, confiando en que el Espíritu está
presente y obra según los designios de Dios.
Tenemos
que aprender a escucharle, porque Él nos susurra: sus inspiraciones son
suaves. Hay que estar atentos, orar y escuchar, pedirle humildemente su
gracia y saber esperarla, porque Él, a su debido tiempo, nos la dará.
Mientras tanto nos toca ser humildes y bregar con nuestras
imperfecciones y pecados, pero dejándonos amasar por Él.
Roguemos a la Santísima Virgen que nos mantenga preparados y
expectantes para que, como viento impetuoso y fuego abrasador, irrumpa
en nuestras vidas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario