EJERCICIOS ESPIRITUALES 29
Contemplamos hoy la Ascensión del Señor en Lc 24,50-53 y Hch 1,4-11.
Apenas unos versículos nos lo describen: “Los llevó hasta cerca de
Betania, y levantando sus manos, les bendijo, y mientras los bendecía se
alejaba de ellos y era llevado al cielo. Ellos se postraron ante Él y
se volvieron a Jerusalén con grande gozo. Y estaban de continuo en el
templo bendiciendo a Dios”.
En los Hechos de los Apóstoles se nos dirá que esto ocurrió en un monte
llamado Olivete, el monte de los Olivos. Todos los años, en la víspera
de la fiesta de la Ascensión, la cima de este monte se ve inundada de
alegría. Cientos de cristianos suben a festejar el triunfo definitivo de
Cristo, su marcha gloriosa a los cielos. Las laderas del monte se
pueblan de cientos de tiendas de campaña para pasar la noche, de altares
improvisados para las celebraciones. Arden hogueras en torno a un
templete que fue hace tiempo una iglesia cristiana y que hoy es mezquita
musulmana. Y a medianoche se ilumina con cánticos, incienso y diversas
liturgias cristianas, aunque no todas católicas, que entrecruzan sus
plegarias. En todos hay una conciencia: en este sitio, según la
tradición, subió el Señor a los cielos, alejándose a la vista de los
suyos.
Pidamos que Jesús, exaltado a la derecha del Padre, nos llene de gozo y
que, por medio de su Espíritu, acojamos el último encargo que nos hace:
ser sus testigos, hacer presente su presencia y su obra en medio de los
hombres hasta que Él vuelva.
En este Misterio contemplamos toda la vida de Jesús, una vida gastada
en amor y servicio a los hombres. Éste es el último gesto de amor que
tuvo con nosotros. Su venida al mundo fue por amor, y una vez cumplido
su propósito, vuelve de donde ha venido, es decir, a su Padre, el que le
ha enviado. Por amor a su Padre y a los hombres viene, y por amor se
va, y así entra en la gloria del Padre y está a su derecha. Así se
cumple la visión del profeta Daniel, cuando dice: “A Él se le dio el
imperio, el honor y el reino y todos los pueblos, naciones y lenguas le
sirvieron y su dominio es dominio eterno, que no acabará y su imperio
nunca desparecerá”.
Donde ha llegado la Cabeza, que es Él, se espera que también llegue el Cuerpo, que es la Iglesia, que somos nosotros.
Vemos en la narración de Lucas, que levantando las manos, los bendijo.
Esto lo hace Jesús como sacerdote de la nueva Alianza, bendice a
aquellas que ha redimido con su muerte y resurrección. Con esta
bendición nos llena de sus dones.
Como respuesta, ellos se postraron ante Él. Es el gesto de la comunidad
que adora a su Señor, que le contempla, que le escucha, que le acoge.
Ante
Dios, el modo de estar de un judío es tumbado, postrado en tierra, que
es la postura de la humildad que le corresponde ante su Dios.
El
cuerpo afecta mucho a lo espiritual. La relación cuerpo espíritu es
completamente esencial. Por eso, cuando estamos cansados, cuando tenemos
dolor…, la oración nos cuesta, porque nuestro cuerpo pesa mucho en
nuestra relación con Dios.
Jesús
ascendió en cuerpo y alma a los cielos y con nosotros se ha quedado en
la Eucaristía en cuerpo, alma, sangre y divinidad, que es lo que le
ofrecemos al Padre al rezar en cada Coronilla, pues es la ofrenda más
agradable a Dios.
Termina diciendo el relato de Lucas que se volvieron a Jerusalén con
alegría. Vuelven a su vida con un gozo sentido y experimentado, fruto
del verdadero encuentro con Cristo resucitado. ¡Qué diferente actitud de
la que tenían tras la muerte de Cristo, en la que estaban escondidos,
llenos de miedo, porque aún no habían tenido la experiencia de la
Resurrección! Por eso nosotros, después de haberlo contemplado, de
haberlo saboreado y gustado en nuestro corazón, no podemos ser los
mismos. Debemos volver a la vida ordinaria, sí, con los mismos defectos,
sí, con las mismas o más dificultades, pero con un gozo interior de
saber que Cristo está con nosotros, resucitado, vivo, lleno de fuerza y
con la promesa de que se quedará con nosotros hasta el fin. Con la
certeza de que el bien es más fuerte que el mal, que la victoria de
Cristo triunfa sobre el mal y sobre el pecado.
Si pasamos a la lectura de los Hechos de los Apóstoles, escuchamos la
pregunta que sus discípulos le hace: ¿es ahora cuando vas a restablecer
el reino de Israel? Todavía no han entendido bien, siguen esperando un
reino humano, un triunfo terreno, que colme sus expectativas humanas,
sus deseos de gloria humana. Pero Cristo tiene paciencia, les irá
reconduciendo con suavidad, como hizo con los discípulos de Emaús, a fin
de que vayan entendiendo su camino.
Lo
mismo hace con nosotros, en nuestra vida: nos va reconduciendo, a
través de las circunstancias, a través de la oración. El camino hacia el
cielo no es en línea recta, tiene recovecos, curvas, bajadas, subidas,
pero lo importante es dejarnos reconducir y no dejarnos llevar por
nuestra brújula humana, que falla continuamente, sino dejar que la
iniciativa la tome Dios.
Jesús les dice: No os toca a vosotros conocer los tiempos y los
momentos que el Padre ha fijado en virtud de su poder; pero recibiréis
el poder del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis
testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta el extremo de
la tierra”.
Ésta
es una invitación a la confianza, a dejarnos en sus manos, a
abandonarnos a sus planes a través de circunstancias muchas veces
desconcertantes, a confiar en la gran promesa: recibiremos la fuerza del
Espíritu, que es apoyo de nuestra vida, aliento en nuestro camino. El
Espíritu Santo vendrá, de parte del Señor, a enseñárnoslo todo, también
lo que se nos olvida, a hacernos comprender lo que por nuestras
capacidades no podemos, a enseñarnos a cumplir la Voluntad de Dios. Él
está continuamente trabajando en nosotros. Dejemos que transforme
nuestro corazón.
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