DIARIO DE SANTA FAUSTINA 18
EL LADO MÁS HUMANO DE SANTA FAUSTINA
Durante
la renovación de nuestros votos vi al Señor Jesús con una túnica blanca
y un cinturón de oro, y en la mano tenía una espada terrible. Eso duró
hasta el momento en que las hermanas comenzaron a renovar los votos.
Súbitamente vi una claridad inconcebible y delante de esa claridad una
nube blanca en forma de balanza. En aquel momento se acercó el Señor
Jesús y puso la espada sobre uno de los platillos y éste con todo aquel
peso, bajó hasta la tierra y faltó poco para que la tocara
completamente. Justo entonces las hermanas terminaron de renovar los
votos. De repente vi a los ángeles, que de cada una de las hermanas
tomaron algo en un recipiente de oro, con forma como de un incensario.
Cuando lo recogieron de todas las hermanas y pusieron el recipiente en
el segundo platillo, éste prevaleció sobre el primero, en el cual había
sido puesta la espada. En aquel momento, del incensario salió una llama
que alcanzó la claridad. En seguida oí una voz desde la claridad: Reponed la espada en su lugar, la ofrenda es mayor. Entonces
Jesús nos dio a todos una bendición y todo lo que yo veía desapareció.
Las hermanas empezaron a recibir la Santa Comunión y mi alma fue
inundada de un gozo tan grande que no logro describirlo.
En
esta visión de Faustina, una vez más alcanzamos a comprender el valor
de nuestro ofrecimiento a Dios, de nuestro vivir cada día según su
Voluntad, porque esto agrada mucho a Dios y le compensa por todo el mal
que hay en el mundo y hace que prevalezca para todos su misericordia
ante su justicia.
A continuación, con este relato, vamos a ver el lado más humano de Faustina:
Mi
madre estaba gravemente enferma y ya cerca de la muerte, y me pidió
visitarla porque deseaba verme una vez más antes de morir. En aquel
momento se despertaron todos los sentimientos de mi corazón. Como una
niña que amaba sinceramente a su madre, deseaba ardientemente cumplir su
deseo, pero deje a Dios la decisión y me abandoné plenamente a su
voluntad; sin reparar en el dolor del corazón, seguía la voluntad de
Dios. En la mañana del día de mi cumpleaños, 15 de febrero, la Madre
Superiora me entregó otra carta de mi familia y me dio el permiso de ir a
la casa familiar para cumplir el deseo y la petición de mi madre
moribunda. En seguida empecé a prepararme para el viaje y ya al
anochecer salí de Vilna. Toda la noche la ofrecí por mi madre
gravemente enferma, para que Dios le concediera la gracia de que los
sufrimientos que estaba pasando no perdieran nada de su mérito.
Durante
el viaje tuve una compañía muy agradable, ya que en el mismo
compartimento viajaban algunas señoras pertenecientes a una asociación
religiosa Mariana. Sentí que una de ellas sufría mucho y que en su alma
se desarrollaba una lucha encarnizada. Comencé a rezar mentalmente por
ella. A las once las demás señoras pasaron al otro compartimento para
conversar, mientras nosotras nos quedábamos solas. Sentía que mi
plegaria había provocado en ella una lucha aún mayor. Yo no la
consolaba sino que rezaba con más ardor. Por fin, esa alma se dirigió a
mí y me pidió que le dijera si ella tenía la obligación de cumplir
cierta promesa hecha a Dios. En aquel momento conocí dentro de mí qué
promesa era y le contesté: Usted está absolutamente obligada a cumplir
esta promesa, porque de lo contrario será infeliz durante toda su vida.
Este pensamiento no la dejará en paz. Sorprendida de esa respuesta
reveló delante de mi toda su alma.
Era
una maestra, que antes de examinarse hizo a Dios la promesa de que si
aprobaba los exámenes se dedicaría al servicio de Dios, es decir,
entraría en un convento. Pero después de aprobar muy bien los exámenes
se había dejado llevar por el torbellino del mundo y no quería entrar en
el convento y la conciencia no le dejaba en paz, y a pesar de las
distracciones se sentía siempre descontenta.
Tras
una larga conversación, esa persona se fue completamente cambiada y
dijo que inmediatamente emprendería gestiones para ser recibida en un
convento. Me pidió que rogara por ella; sentí que Dios no le
escatimaría sus gracias.
Por
la mañana llegué a Varsovia, y a las 8 de la noche ya estaba en casa.
Es difícil describir la alegría de mis padres y de toda la familia. Mi
madre mejoró un poco, pero el médico no daba ninguna esperanza para su
restablecimiento completo. Después de saludarnos, nos arrodillamos
todos para agradecer a Dios por la gracia de podernos ver todos una vez
más en la vida.
Al
ver cómo rezaba mi padre me avergoncé mucho, porque yo después de
tantos años en el convento, no sabía rezar con tanta sinceridad y tanto
ardor. No dejo de agradecer a Dios por los padres que tengo.
Cómo
ha cambiado todo en estos 10 años, todo es desconocido: el jardín era
tan pequeño y ahora es irreconocible, mis hermanos y hermanas eran
todavía pequeños y ahora no los reconozco, todos mayores…
Stasio
me acompañaba a la iglesia todos los días. Sentía que aquella querida
alma era muy agradable a Dios. El ultimo día, cuando ya no había nadie
en la iglesia, fui con él delante del Santísimo Sacramento y rezamos
juntos el Te Deum. Tras un instante de silencio ofrecí esta
querida alma al dulcísimo Corazón de Jesús. ¡Cuánto pude rezar en esta
iglesia! Recordé todas las gracias que en este lugar había recibido y
que en aquel tiempo no comprendía y a menudo abusaba de ellas; y me
sorprendí yo misma de cómo había podido ser tan ciega. Mientras
reflexionaba y lamentaba mi ceguera, de repente vi al Señor Jesús
resplandeciente de una belleza inexpresable que me dijo con
benevolencia: Oh elegida Mía, te colmaré con gracias aún mayores para que seas testigo de Mi infinita misericordia por toda la eternidad.
Aquellos
días en casa se me pasaron entre mucha compañía porque todos querían
verme y decirme algunas palabras. Muchas veces conté hasta 25
personas. Les interesaban mis relatos sobre la vida de los santos. Me
imaginaba que nuestra casa era una verdadera casa de Dios, porque cada
noche se hablaba en ella solo de Dios. Cuando, cansada de relatar y
deseosa de la soledad y del silencio, me apartaba por la noche al jardín
para poder hablar con Dios a solas, ni siquiera conseguía esto, ya que
venían en seguida mis hermanos y me llevaban a casa y tenía que seguir
hablando, con todos los ojos clavados en mí. Pero logré encontrar el
modo de tomar aliento: pedí a mis hermanos que cantasen para mí, porque
tenían bellas voces y además uno tacaba el violín y otro la mandolina, y
así en ese tiempo podía dedicarme a la oración interior sin evitar su
compañía.
Me
costó mucho el tener que besar a los niños. Venían las vecinas con sus
niños y me pedían que los tomara al menos un momento en brazos y les
diera un beso. Consideraban eso como un gran favor y para mí era una
ocasión para ejercitarme en la virtud, porque más de uno estaba bastante
sucio, pero para vencerme y no mostrar aversión, a aquellos niños
sucios les daba dos besos. Una vecina trajo a su niño enfermo de los
ojos, los cuales estaban llenos de pus y me dijo: Hermana, tómalo en
brazos un momento. La naturaleza sentía aversión, pero sin reparar en
nada, tomé en brazos y besé dos veces los purulentos ojos del niño y
pedí a Dios por la mejoría. Tuve muchas ocasiones para ejercitarme en
la virtud. Escuché a todos que me contaban sus quejas y advertí que no
había corazones alegres, porque no había corazones que amaran
sinceramente a Dios, y no me sorprendía nada.
Me afligí mucho de que no pudiera ver a dos de mis hermanas. Sentí
interiormente en qué gran peligro se encontraban sus almas. El dolor
estrechó mi corazón sólo al pensar en ellas. Una vez, al sentirme muy
cerca de Dios, pedí ardientemente al Señor la gracia para ellas y el
Señor me contestó: Les concedo, no solamente las gracias necesarias, sino también las gracias particulares.
Comprendí que el Señor las llamaría a una más estrecha unión Consigo.
Me alegro enormemente de que en nuestra familia reine el amor tan
grande.
Cuando
me despedí de mis padres y les pedí su bendición, sentí el poder de la
gracia de Dios que fluyó sobre mi alma. Mi padre, mi madre y mi
madrina, entre lágrimas, me bendijeron y me pidieron que no olvidara
nunca las numerosas gracias que Dios me había concedido llamándome a la
vida consagrada. Pidieron mis oraciones. A pesar de que lloraban todos,
yo no derramé ni una sola lagrimita; traté de ser valiente y los
consolé a todos como pude, recordándoles el cielo y que allí no habría
más separaciones. Stasio me acompaño al automóvil; le dije cuánto Dios
ama a las almas puras; le aseguré que Dios estaba contento con él.
Mientras le hablaba de la bondad de Dios y de cómo Dios piensa en
nosotros, se puso a llorar como un niño pequeño y yo no me sorprendí
porque es un alma pura, pues conoce a Dios fácilmente.
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