IMPORTANCIA DE LA ORACIÓN 1
Tan
grande es el deseo que tiene Nuestro Señor de darse a nosotros, que
multiplicó los medios de llevarlo a cabo: juntamente con los distintos
Sacramentos, nos ha señalado la oración, como fuente de gracia.
Los Sacramentos producen la gracia por el hecho mismo de ser aplicados al alma si el alma no pone impedimentos.
La
oración no tiene la misma eficacia, pero no por eso es menos necesaria
que los Sacramentos para conseguir la ayuda divina. Vemos, por ejemplo,
cómo Jesucristo durante su vida mortal hace milagros movido por la
oración. Se le presenta un leproso que le dice: «Señor, tened compasión
de mí», y le cura. Le presentan un ciego que le dice: «Señor, haced que
vea», y Nuestro Señor le devuelve la vista. Marta y Magdalena le dicen:
«Señor: si hubieses estado aquí, no hubiera muerto nuestro hermano».
Esto es una especie de petición y a esta súplica contesta el Señor
resucitando a Lázaro.- Estos son favores temporales, pero también la
gracia se alcanza con la oración.
Le
dice la Samaritana: Señor, dadme de esa agua viva para que no tenga más
sed y Cristo se descubre a ella como el Mesías, y la induce a confesar
sus faltas para perdonárselas.
El
Buen Ladrón Clavado en la cruz, le pide que se acuerde de él, y el
Señor le concede el perdón completo diciéndole: «Hoy estarás conmigo en
el Paraíso».
Por
otra parte, Nuestro Señor mismo nos recomienda que oremos: «Pedid, y se
os dará; llamad, y se os abrirá; buscad, y encontraréis». «Todo cuanto
pidiereis a mi Padre en mi nombre, es decir, poniéndome por intercesor,
os lo concederá». Es, pues, evidente que la oración vocal de súplica
resulta un medio muy poderoso para atraernos los dones de Dios.
Pero
aparte de la oración de súplica, está la oración mental o meditación,
que es uno de los medios más necesarios para conseguir aquí en la tierra
nuestra unión con Dios y nuestra imitación de Jesucristo. El contacto
asiduo del alma con Dios en la fe por medio de la oración y la vida de
oración, ayuda poderosamente a la transformación sobrenatural de nuestra
alma. La oración bien hecha, la vida de oración, es transformante.
Más
aún; la unión con Dios en la oración nos facilita la participación más
fructuosa en los otros medios que Cristo estableció para comunicarse con
nosotros y convertirnos en imagen suya, que son los Sacramentos. La
oración, la vida de oración, conserva, estimula, aviva y perfecciona los
sentimientos de fe, de humildad, de confianza y de amor, que en
conjunto constituyen la mejor disposición del alma para recibir con
abundancia la gracia divina. Un alma familiarizada con la oración saca
más provecho de los Sacramentos y de los otros medios de salvación, que
otra que se da a la oración con tibieza y sin perseverancia. Un alma que
no acude fielmente a la oración, puede asistir a la Santa Misa, recibir
los Sacramentos y escuchar la Palabra de Dios, pero sus progresos en la
vida espiritual serán con frecuencia insignificantes. Y esto es porque
el autor principal de nuestra perfección y de nuestra santidad es Dios
mismo, y la oración es precisamente la que conserva al alma en frecuente
contacto con Dios: la oración enciende y mantiene el alma como una
hoguera, en la cual el fuego del amor está siempre encendido; y cuando
el alma se pone en contacto directo con la divina gracia en los
Sacramentos, entonces la abrasa y la llena.
La
vida sobrenatural de un alma es proporcional a su unión con Dios
mediante la fe y el amor. Este amor debe exteriorizarse en actos, y este
amor reclama la vida de oración. Puede decirse que nuestro
adelantamiento en el amor divino depende prácticamente de nuestra vida
de oración.
¿Qué
es la oración? Digamos que es una conversación del hijo de Dios con su
Padre celestial, para adorarle, alabarle, manifestarle su amor, tratar
de conocer su Voluntad, y obtener de El la ayuda necesaria para
cumplirla.
No
debemos olvidar jamás nuestra condición de criaturas, es decir, nuestra
nada y también nuestra calidad de hijos de Dios, que debe servirnos de
hilo conductor en la oración.
San
Pablo nos dice: «No sabemos lo que debemos pedir a Dios en la oración
según nuestras necesidades, pero el Espíritu Santo viene en nuestra
ayuda. El mismo ruega por nosotros con gemidos inenarrables». Este mismo
Espíritu debe rogar por nosotros y en nosotros. Es el que nos hace
clamar a Dios: «¡Abba, Padre!» Como consecuencia de nuestra filiación
divina, tenemos el derecho y el deber de presentarnos ante Dios como sus
hijos.
Por
eso Jesús nos dice: «Cuando oréis, orad así: Padre nuestro, que estás
en los cielos; santificado sea tu nombre…». Por este motivo adoptará
siempre el hijo de Dios una actitud de profunda reverencia y de profunda
humildad, suplicará que le sean perdonados sus pecados, no caer en la
tentación y ser librado del mal; y acompañará esta humildad y reverencia
con una inquebrantable confianza -porque «todo don perfecto desciende
de arriba, del Padre amoroso. Así, sobre las alas de la fe y de la
esperanza, el alma remonta su vuelo hacia el cielo y se eleva hasta
Dios. Y con profunda devoción, expone a Dios con entera confianza todas
sus necesidades.
Por
eso la oración es como la manifestación de nuestra vida íntima de hijos
de Dios y por esto es tan vivificante y tan fecunda. El alma que se da
regularmente a la oración saca de ella gracias inefables que la
transforman poco a poco, a imagen v semejanza de Jesús, Hijo único del
Padre celestial. «La puerta, dice Santa Teresa, por la que penetran en
el alma las gracias escogidas, como las que el Señor me hizo, es la
oración; una vez cerrada esta puerta, ignoro cómo podría otorgárnoslas»
(Vida, cap.8).
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