IMPORTANCIA DE LA ORACION 3
Otro
punto muy importante es el de no confundir la esencia de la oración con
los métodos de que nos sirvamos para hacerla. Hay almas que creen que
si no siguen tal o cual método, no hacen oración; hay en esto una
confusión de ideas que puede acarrear graves consecuencias. Por haber
confundido la esencia de la oración con el empleo del método, esas almas
no se atreven a cambiarlo, aun cuando reconocen que les es
completamente inútil; o bien, lo que ocurre con más frecuencia, que no
encontrando el método adecuado, lo abandonan y, junto con él, la
oración, y esto con gran detrimento de su alma.- Una cosa es el método y
otra la oración: aquél debe variar según las disposiciones y
necesidades de las almas; mientras que la oración ha de ser siempre la
misma para todas las almas: conversación mediante la cual el corazón del
hijo de Dios se explaya ante su Padre celestial. y le escucha para
agradarle. El método ayuda al alma en su unión con Dios; es un medio,
pero no debe llegar a ser un obstáculo. Si tal método ilumina la
inteligencia, enardece la voluntad y la lleva a entregarse a las
inspiraciones divinas y a derramarse íntimamente en presencia de Dios,
será buen método, pero no debe seguirse cuando contraria realmente la
inclinación del alma, cuando la agita y priva de todo progreso en la
vida espiritual; ni tampoco cuando, a causa de los progresos del alma,
viene a resultar ya inútil.
Vamos a ver otro elemento: el estado del alma, que son las distintas fases de la vida de perfección. Nuestra alma no está siempre en el mismo estado.
La
tradición ascética distingue tres grados o estados de perfección: la
vía purgativa, que recorren los principiantes; la vía iluminativa, en la
que avanzan los fervorosos, y la vía unitiva, propia de las almas
perfectas.
Debemos,
para unirnos plenamente a Dios, conocerlo tan perfectamente como nos
sea posible. Hay que dedicarse durante cierto tiempo, ayudándose de
algún libro, a la meditación continuada sobre la Revelación. Ese trabajo
no debe confundirse con la oración; no es más que un preámbulo útil y
necesario para iluminar, disponer y sostener la inteligencia. La oración
no comienza en realidad, sino cuando, caldeada la voluntad, entra
sobrenaturalmente en contacto, mediante el afecto, con el divino Bien, y
se abandona a El por amor, para agradarle, para cumplir sus mandatos y
deseos. El asiento propio de la oración es el corazón; por eso se dijo
de María que conservaba las palabras de Jesús en su corazón (Lc 2,51);
pues es de él es de donde arranca esencialmente la oración.
La
súplica es la parte capital de la oración, o mejor dicho, la oración
empieza con ella. Mientras el alma no se vuelve a Dios para hablarle
-para alabarle, bendecirle, glorificarle; para deleitarse en sus
perfecciones, para dirigirle sus súplicas, para entregarse a sus
inspiraciones- puede, en verdad meditar, pero no ora ni hace oración. Se
encuentran personas que se engañan y pasan la media hora del ejercicio
de a meditación reflexionando, sí, pero sin decir nada a Dios: y aun
cuando hayan juntado deseos piadosos y generosos propósitos, con todo,
no han hecho verdadera oración; sin duda alguna, no sólo ha obrado el
entendimiento, sino que también se ha conmovido el corazón, y se ha
sentido impulsado hacia el bien con ímpetu y ardor, pero no se ha
derramado en el corazón de Dios. Tales meditaciones, aunque no son del
todo inútiles, pronto producen cansancio y con frecuencia desaliento y
abandono. De aquí resulta que se encuentran almas, aun entre los
principiantes, que sacan más fruto de una simple lectura con afectos y
suspiros del corazón, que de un ejercicio en el cual únicamente se
ejercita la razón.
La
experiencia demuestra que a medida que un alma progresa en los caminos
de la vida espiritual, el esfuerzo de la razón va siendo menos necesario
porque el alma, que ya conoce las verdades cristianas, no precisa más
conocimientos sobre la fe; ya los posee, y no tiene que hacer otra cosa
más que conservarlos y renovarlos por medio de lecturas santas.
De
aquí resulta que el alma, así empapada y poseída de las verdades
divinas, sin otra preparación, puede entrar en conversación con Dios.
Esta
ley fundada en la experiencia tiene excepciones que es preciso respetar
cuidadosamente. Hay almas muy aventajadas en los caminos de la vida
espiritual que ni saben ni pueden ponerse en oración sin ayuda de un
libro y no deben, por tanto, abandonarlo. Otras almas no saben conversar
con Dios si no recurren a la oración vocal y se les perjudicaría si se
les lanzara por otro camino.
La
palabra de Cristo está contenida en los Evangelios, los cuales
encierran, juntamente con las Epístolas de San Pablo y de San Juan, la
exposición más sobrenatural, por ser inspirada, de los misterios de
Cristo. El camino más directo para llegar a conocer a Dios es, pues, el
mirar a Nuestro Señor y contemplar sus acciones. El alma que sigue paso a
paso a Nuestro Señor, dispone, de todos los elementos materiales que le
son necesarios para la oración. El Espíritu Santo es quien nos hace
comprender la fecundidad de las palabras de Jesús. ¿Qué dijo Jesús a sus
discípulos antes de subir al cielo? «Os enviaré el Espíritu Santo, y El
os recordará cuanto os he dicho» (Jn 14,26). Así ocurre a veces que, un
día cualquiera, tal palabra que habíamos leído y releído cien veces,
sin que nos hubiera llamado la atención, cobra de repente a nuestros
ojos un relieve y sentido sobrenatural totalmente nuevo; es como un rayo
de luz que el Espíritu Santo alumbra en el fondo de nuestra alma. El
Espíritu Santo, a quien la liturgia llama «el dedo de Dios», graba y
esculpe en el alma esa palabra divina, que perdurará en ella como luz
esplendorosa, como un principio de acción; y si el alma es humilde y
dócil, esa palabra divina va poco a poco obrando silenciosa pero
eficazmente.
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