LA CONFESIÓN
La Meditación de hoy está basada en un libro de Buenafuente.
El perdón es gracia, es un regalo, es la respuesta de Dios a la actitud
humilde, sincera, arrepentida hacia quien retorna a Dios atraído por la
bondad divina. A ese hijo pródigo que reconoce que si estuviera en casa
de su padre, no pasaría hambre y decide volver a pedirle perdón por
haber abandonado el hogar.
El perdón se convierte en gozo íntimo, en mirada limpia, en deseos de
comenzar de nuevo. Y además, como fruto, produce la comprensión ante la
debilidad de los demás, la capacidad para entenderlos, la llamada a
perdonar también a los que nos han podido ofender.
El perdón limpia la mente y la salva de los enredos. Nos permite avanzar sin mirar hacia atrás.
Cuando pecamos, perdemos la paz y la alegría interior. El perdón nos
libera, arranca nuestros pies de la charca fangosa de la tristeza y el
desaliento, nos hace experimentar que volvemos a la tierra firme y
estable. Nos libera del pensamiento que nos introduce el demonio de
creer que somos incapaces de permanecer fieles.
Sentimos la experiencia indescriptible del abrazo divino, que ensancha
el corazón y le devuelve el ritmo sereno, la capacidad de entrega.
Experimentamos la misericordia de nuestro Dios para el hijo que vuelve
destrozado y humilde, sucio y con los bolsillos vacíos.
Dios se conmueve, sale gozoso a nuestro encuentro, ni siquiera espera que lleguemos hasta Él.
Donde no hay perdón, hay resentimiento, recuerdos negativos de nuestros
malos actos, endurecimientos del corazón, pérdida de sensibilidad y un
hábito hacia el pecado. El pecado llama al pecado. La Sagrada Escritura
afirma que el justo peca hasta siete veces. Por eso siempre tenemos
necesidad de perdón.
No podemos buscar excusas a nuestros pecados con el fin de evitar ir a
la confesión. Esto nos haría perder la conciencia de pecado.
¡No deseches la gracia del perdón! ¡No te condenes a perder el gozo de
los que vuelven a sentir a Dios como Padre! ¡No dudes nunca de la
misericordia de Dios!
Hay que dejarle a Dios que nos juzgue y no juzgarnos nosotros a
nosotros mismos y a los demás. Él nos conoce desde antes de nacer y no
nos pedirá nunca más de lo que podemos darle. Él nos sondea y nos
conoce. Es mejor reconocer nuestra propia debilidad que justificarnos
ante nuestro pecado, porque Él es justo y misericordioso.
Ante una conciencia rectamente formada, se puede reaccionar como quien
no quiere oírla, haciendo violencia al gemido interior del Espíritu
Santo, que nos invita a acudir al Sacramento del perdón.
O puede ocurrir también que nos dejemos llevar por la angustia, por un
sentimiento enfermizo de culpa, hasta el extremo de creer que no
tendremos perdón. Nos martirizamos interiormente, llevándonos a un
arrastrar la existencia con tristeza, con desánimo. Esto, más que
delicadeza de conciencia, se convierte en una enfermedad espiritual. La
solución sería la humildad, el reconocimiento de la propia pobreza y el
acudir a pedir perdón.
Es normal que en nuestra vida espiritual tengamos sentimientos de que
somos imperfectos, pecadores, pero esto no significa que estemos
continuamente en pecado, sino que en nuestro deseo de ser santos,
comprobamos que aún estamos muy distantes de conseguirlo. Pero no hay
otra salida que la de continuar con el combate, sin caer en el afán del
perfeccionismo, sino fijando nuestra mirada en la misericordia de Dios.
El secreto de los que avanzan en la vida espiritual no está en que son
mejores, sino en que creen en la Palabra de Dios, que ofrece
permanentemente la llamada a la confianza, a caminar de su mano y nos
invita a dejarnos perdonar y amar por Él, a retornar a la casa
entrañable, donde nos excusa, perdona y consuela. Él mantiene su
fidelidad, se echa sobre sí nuestras maldades sin pasarnos factura por
ellas, si de corazón nos convertimos a Él. Nunca agradeceremos
suficientemente la paciencia de Dios, la intercesión de su Hijo amado
por la humanidad, el regalo del Espíritu Santo del perdón de los
pecados. Es momento de no mirar hacia atrás, sino como dice Santa
Teresa, de poner nuestros ojos en el que va delante, en Jesús.
La mejor actitud es pedir perdón a Dios como nos enseña el salmista:
Piedad de mí Señor, pues reconozco mi culpa, tengo presente mi pecado.
Contra Ti, contra Ti sólo pequé. Cometí la maldad que aborreces. Lava mi
culpa y limpia mi delito.
Ante el hombre humilde, que reconoce su pecado, el Señor siempre reacciona con el perdón.
El perdón de Dios también nos debe llevar a perdonar nosotros a los
demás. Porque como dice el pasaje de Mateo, en la parábola del empleado
inicuo: ¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo
modo que yo me compadecí de ti? Y además, no te digo hasta siete veces,
sino hasta setenta veces siete. O sea, siempre.
La actitud de Dios conmigo me enseña a amarme y a comprenderme. Si Dios
te perdona, ¿tú no te vas a perdonar? No hacerlo denuncia tu amor
propio y tu orgullo, en vez de tu honestidad y coherencia. Dios no
quiere que seamos duros e implacables con nosotros mismos, cuando Él no
lo es.
Oremos ahora ante Él: Señor, desde la experiencia del perdón, que tan
abundantemente me concedes, quisiera revestirme irrevocablemente de tus
entrañas, que tienen la actitud permanente de misericordia y ser así
para los demás mediación constante de tu bondad.
Me
duele la permanente comprobación de mi debilidad. Es tanta mi flaqueza,
que me avergüenza seguir recibiendo constantemente tu perdón, sin
llegar a superar la inclinación al mal y a la caída. Esto me hace gustar
la tentación del desánimo y de la tristeza. Desde tu perdón debo
aprender yo también a perdonarme setenta veces siete.
Dame,
al menos, conciencia permanente de mi debilidad, sin que sea un
sentimiento enfermizo. Infúndeme sinceridad de corazón, que no conviva
con lo que sé que no te agrada. Préstame valentía para reconocer mi
pecado y apertura a tu gracia. Concédeme capacidad de perdonarme desde
tu constante misericordia.
Revísteme
de ternura y fortaleza, de compasión y limpieza de corazón, de
sabiduría y humildad, de amor y de perdón, de conocimiento de Ti y de mí
mismo, de verdad y de bondad. Revísteme con la túnica de tu humanidad
santa.
Que aprenda a volver a empezar y así cada día. Si no fuera por tu paciencia, me cansaría de intentarlo.
Que
me postre siempre ante Ti, aun avergonzado, para que me revistas una de
las setenta veces, con tu perdón. El secreto está en que yo mismo sepa
descargar en Ti, de manera confiada, setenta veces siete el peso de mi
flaqueza. Amén
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