LAS ALMAS DEL PURGATORIO
La existencia del Purgatorio es dogma de fe.
Todo
pecado, nos enseña la Iglesia, lleva consigo una culpa y una pena.
Culpa es la ofensa hecha a Dios. Pena es el castigo que merece. La culpa
se nos perdona en la Confesión. La pena hay que expiarla durante
nuestra vida en la tierra o en el Purgatorio.
Mueren
muchos hombres que no han tenido la voluntad o el tiempo para
satisfacer lo que debían de sus culpas ya perdonadas. Algunos obtienen
este perdón momentos antes de exhalar el último suspiro. La divina
misericordia los libra de las penas del infierno, pero deben satisfacer
el tributo debido a la justicia.
El
Purgatorio es un lugar destinado por la amorosa providencia de Dios a
la expiación de las almas que ya han salido de este mundo limpias de
pecados graves, pero no tan puras y santas como es preciso para ser
admitidas a la presencia de Dios.
No
es Dios quien envía al alma al Purgatorio. Es ella la que quiere
ardientemente ser encerrada allí. Prefiere ver frustrado su anhelo de
ver a Dios así manchada. Cuando por los medios que el Señor ha puesto
para su purificación, que son la oración, los sacrificios y las obras
buenas de la Iglesia militante hayan cumplido su efecto, entonces se le
abrirán las puertas del cielo.
El
Purgatorio empieza ya en esta vida cuando correspondemos a la gracia y
cambiamos de vida. Es entonces cuando comienzan los dolores,
penitencias, incomprensiones, enfermedades…, todo esto puede servirnos
para expiar nuestros pecados. Aun así, difícilmente llegaremos en esta
vida a la limpieza exigida, por esto es necesario el Purgatorio.
En él, las almas están atormentadas por el dolor físico, pero parece
que el tormento más fuerte que sufren proviene del amor que sienten por
unirse a Dios.
Santa
Magdalena de Pazzis pudo contemplar una vez a su difunto hermano, que
estaba penando en el purgatorio, y a su vista exclamó horrorizada:
¡Misericordia, misericordia! Todos los tormentos de los mártires son
nada en comparación de lo que sufren en el purgatorio.
Una
vez se apareció un ángel a un piadoso cristiano enfermo, y le dijo: Es
poco lo que te toca vivir en este mundo, pero puedes escoger entre tres
años de sufrimiento en la tierra o tres días de Purgatorio. El enfermo
escogió lo último, pero cuando ya estaba en el Purgatorio, se le
apareció de nuevo el ángel y escuchó que el alma se le quejaba diciendo:
Tú me habías asegurado que no estaría aquí más que tres días y hace más
de tres años que sufro horriblemente. Te engañas, le dijo el ángel, no
hace más que un momento que estás aquí; tu cuerpo está en la tierra
todavía caliente. En el Purgatorio, la magnitud del dolor hace que la
más corta duración produzca el efecto de una eternidad.
Aun
así, el alma preferiría precipitarse en mil infiernos que comparecer en
ese estado de impureza ante su divina majestad. De ahí que el alma se
lance al Purgatorio para que, a través de dolores y suplicios
espantosos, recupere la plena pureza.
Una
vivencia puede darnos una idea de ese dolor. El emperador Nicolás de
Rusia, procuraba que todos los católicos de sus dominios apostataran. En
una ocasión hizo encarcelar durante siete años a 245 vírgenes católicas
de la orden de San Basilio, atormentándolas de varias maneras para
lograr su apostasía. Durante una semana fueron encerradas todas juntas
en una estrecha cárcel, en que cada una no recibía más que medio arenque
al día, privándolas de agua y pan para vencerlas por el terrible
tormento de la sed. Pronto tuvieron la lengua y el estómago hechos
ascua, hasta el punto de que la lengua comenzaba ya a agrietarse. En
medio de este tormento se acordaron de las almas del Purgatorio y
pensando que ellas sufren dolores parecidos, cayeron de rodillas y
rogaron por ellas, ofreciendo a Dios los propios padecimientos en su
sufragio. Esta plegaria produjo en seguida un prodigioso alivio de sus
dolores, y desde aquel momento no sintieron ya hambre ni sed. Al salir
de aquella prueba, ninguna de ellas se acercó a la fuente. Una de estas
heroicas vírgenes, la superiora, pudo ir a Roma y referir todas estas
crueldades al Papa Pío IX.
Cada
alma, al morir el hombre, se dirige hacia su destino. Un alma limpia
corre a unirse a Dios. Un alma muerta por el pecado cae
irremediablemente en el infierno. Un alma viva, pero manchada por
defectos y faltas, se dirige al lugar de la purificación. Los tres
destinos son ya ineludibles. Nada puede detener al alma de ir al cielo,
al infierno o al purgatorio. La libertad para hacer el bien o para obrar
el mal ha dejado de existir cuando el hombre muere.
Nosotros
representamos la purificación a través del fuego, pero las almas
purgantes, en realidad, sufren por el medio más adecuado para curar los
defectos en que cayeron mientras vivían.
Pero
a pesar de sus terribles dolores, explica Santa Catalina de Génova, las
almas del purgatorio gozan de una dulce tranquilidad por ser su
voluntad totalmente conforme a la Voluntad de Dios. Se saben destinadas
con total certeza a la visión de Dios por toda la eternidad.
Escribía
San Francisco de Sales: Es verdad que los tormentos son allí tan
grandes, que los más terribles dolores de esta vida no se pueden
comparar con ellos; pero también son tan grandes las satisfacciones
interiores que no hay prosperidad ni contento en la tierra que se les
pueda igualar.
Ahora
bien, para que el Dios acorte este tiempo, debemos recurrir a oraciones
y sacrificios, pero también a las obras de caridad. Una vez una noble
señora consultó a San Clemente que a menudo se le aparecía en sueños su
difunto marido temblando de frío. Y el santo le respondió: Vista ud a
los pobres y ofrezca esta buena obra en sufragio del difunto. Pasado
algún tiempo, se le presentó de nuevo aquella señora contándole que se
le había vuelto a aparecer ya ricamente vestido y con muestras de una
gran alegría, sin padecer ya ningún tormento.
Sin
embargo, todo lo que podamos ofrecer nosotros, resulta insuficiente.
Por eso, durante el Santo Sacrificio de la Misa, la Santa Madre Iglesia
vierte la preciosa Sangre de Cristo sobre aquellas almas dolientes que
expían y se purifican en el Purgatorio. Sobre ello nos dice San Leonardo
de Porto-Maurizio: Una sola Misa bastaría para sacar todas las almas
del Purgatorio y abrirles las puertas del cielo…
Esta
es la razón de que encarguemos Misas para las almas del Purgatorio, de
que encarguemos las Misas Gregorianas, para despoblar el purgatorio de
almas.
Además,
la Iglesia tiene potestad de perdonar las penas temporales gracias a
las Indulgencias, que pueden ser plenarias o parciales y que se pueden
aplicar a los difuntos.
Tienen
indulgencias parciales las invocaciones, las jaculatorias, las obras de
caridad hechas con espíritu cristiano, las limosnas, las penitencias
que hacemos cuando nos abstenemos de cosas que son buenas en sí, el rezo
del Rosario, del Angelus, del Alma de Cristo, del Credo, la Comunión
Espiritual, el Acto de Contrición, la renovación de las promesas del
Bautismo, las Letanías, el Magnificat, la Salve, los Laudes, las
Vísperas… Pero para ganarlas, hay que estar en gracia de Dios y tener la
intención de ganarlas.
Para
ganar la Indulgencia Plenaria se requiere la Confesión dentro de los
quince días, la Comunión y oración por el Papa y la actitud de
conversión. Podemos ganarla con el rezo del Rosario meditando en los
misterios, rezado en la Iglesia o en familia; el rezo del Via Crucis
delante de las estaciones legítimamente erigidas recorriendo las catorce
estaciones ; la visita al Santísimo durante media hora o leer la Biblia
durante media hora.
Son
muchos los medios de que disponemos para aliviar el sufrimiento de las
almas del purgatorio, que ya no pueden merecer por ellas mismas, pero
que sí pueden interceder por nosotros enormemente si nos convertimos en
sus benefactores. Y es una de las obras de caridad más grandes que
podemos hacer.
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