EJERCICIOS ESPIRITUALES 25
Contemplamos hoy la aparición a los discípulos de Emaús en Lc 24, 13-35
Pedimos
la gracia para alegrarnos y gozarnos intensamente de tanta gloria y
gozo de Cristo resucitado y especialmente hoy con esta contemplación,
pedimos la gracia de conocerle a Él y el poder de su resurrección. El
amor ha triunfado sobre la muerte. Dios ha dejado en el mundo su poder
para cambiarlo todo.
Esta aparición sucede al atardecer del mismo día de la Resurrección.
El relato está contenido entre dos expresiones: “sus ojos estaban cerrados” y “sus ojos se abrieron”.
Esta misma experiencia le sucedió a la Magdalena: Lo tenía delante y no lo reconocía, pensaba que era el jardinero.
Antes
de la Resurrección, todos sus amigos reconocían a Jesús. Ahora, tienen
que recibir una gracia para reconocerle después de la Resurrección. Si
no se da la gracia primero, no se puede reconocer a Cristo después.
Depende de Dios, pero es necesaria nuestra colaboración para que pueda
tener efecto su gracia.
Necesitamos ser humildes para pedir esta gracia y dóciles para corresponder a ella.
En
nuestra vida ocurre que queremos actuar sin haber recibido primero la
gracia y así no funciona la vida de Dios en nosotros. Primero siempre
tiene que ser su gracia para que nuestra labor no sea en vano.
Que
se puedan abrir nuestros ojos o los ojos de los demás para poder
reconocer a Cristo, es sólo fruto de la presencia de Dios y de su
gracia.
Seguimos contemplando esta aparición: Jesús escucha a los discípulos de
Emaús. Se hace presente mientras ellos caminan.
Ellos
van tristes. Se habían alejado del grupo. Iban a una aldea distante de
Jerusalén, llamada Emaús. Hablaban entre sí de todos los acontecimientos
ocurridos los días atrás. Iban hablando y razonando de una manera
humana, sin ver más allá de los acontecimientos. Y es entonces cuando
Jesús se les acerca y va con ellos, pero sus ojos no podían reconocerle.
Llegan hasta preguntarle: ¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que
no conoce los sucesos en ella ocurridos estos días? Nosotros esperábamos
que sería Jesús quien rescataría a Israel, pero hace tres días que fue
crucificado. Nos dejaron estupefactos ciertas mujeres de las nuestras
que, yendo al monumento no encontraron su cuerpo y vinieron diciendo que
habían tenido una visión de ángeles que les dijeron que vivía. Algunos
de los nuestros fueron pero a Él no le vieron.
Entonces Jesús, en vez de echarles en cara: ¿No os lo había dicho? ¿Por qué no me habéis creído?
Al
contrario, les consuela, comienza a explicarles. Comienza por Moisés y
por todos los profetas. Les va declarando cuanto de Él se habla en todas
las Escrituras. Antes de darse a conocer, les va preparando. Es la
pedagogía de Jesús: no reprocha, camina con nosotros, suavemente. Les
hace volver sobre sí mismos, para que puedan encontrar el punto en el
que se apartaron de Él: el escándalo de la cruz.
Jesús les enseña: ¿No era preciso que el Mesías padeciese esto y
entrase en su gloria? Les hace comprender el nexo entre muerte y
resurrección. Parecen dos cosas contrarias, pero están íntimamente
unidas. La Pasión forma parte del camino de la vida. Si el grano de
trigo no cae en tierra y muere, queda solo, pero si muere, da mucho
fruto. Esto no falla. Donde hay muerte, hay vida. Empezar por la
Resurrección no funciona. El camino es la Pasión, es la muerte. Pero
nosotros no somos seguidores de un Crucificado solamente, sino de un
Crucificado resucitado.
Entonces ellos, al irles abriendo los ojos, sus corazones se llenan de
gozo. Dirán después: ¿No ardían nuestros corazones dentro de nosotros
mientras en el camino nos hablaba y nos explicaba las Escrituras?
La
Escritura contemplada y meditada se hace vida. La Palabra de Dios es
insustituible y cuanto más se medita, más vida nos da. Es el fundamento
de la conversión y la experiencia de Cristo. Por eso el texto base de
los Ejercicios Espirituales es la Sagrada Escritura.
La
Escritura revela al hombre el deseo de Dios sobre nosotros, su destino y
le hace comprender cómo la Resurrección es verdaderamente el sello de
Dios sobre todo lo bueno que aparece en la historia de los hombres.
Entonces los discípulos le obligan a quedarse, cuando Él finge seguir adelante.
Puesto
con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Y
entonces se les abrieron los ojos y le reconocieron y a partir de ahí se
convirtieron en testigos de su resurrección. En el mismo instante se
levantaron y volvieron a Jerusalén.
Esta
es la fuerza y el poder de la Eucaristía. Cristo tiene poder para
transformarnos en Ella, cada día lo hace y es imposible que no lo haga
si la recibimos con deseo. Cada día Cristo nos da la gracia para que su
presencia nos transforme.
Cuando los discípulos encuentran en Jerusalén a los once y a sus
compañeros, les cuentan lo que les ha pasado en el camino y cómo lo
reconocieron en la fracción del pan. Confrontan su experiencia con la
del grupo. El grupo es la Iglesia, que es la que verifica la acción del
Espíritu en el interior.
Han pasado de la tristeza al gozo. De la experiencia sensorial de
Cristo a la experiencia en la fe. Y de la experiencia personal a la
experiencia comunitaria.
Iban tristes y vuelven gozosos.
Salieron desalentados y vuelven inflamados por la esperanza.
Ignoraban las Escrituras y ahora las comprenden.
Que sea nuestra oración: Quédate con nosotros, Señor Jesús, porque
atardece; sé nuestro compañero de camino, levanta nuestros corazones,
reanima nuestra débil esperanza; así nosotros, junto con nuestros
hermanos, podremos reconocerte en las Escrituras y en el partir el pan.
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