EJERCICIOS ESPIRITUALES 28
Hoy vamos a contemplar la aparición a María, su Madre. Esta aparición
no tiene apoyos en la Escritura. Nosotros podemos suponerla y así lo
cree la fe de la Iglesia y vivir por medio de ella, una nueva
experiencia de Cristo resucitado.
Sabemos, por la propia narración del Evangelio de San Juan, que María
se fue a vivir con el discípulo amado, hasta su paso de este mundo al
Padre. Dice en su Evangelio: Desde aquella hora, el discípulo la recibió
en su casa.
Pedimos como siempre la gracia para alegrarnos y gozar intensamente de tanta gloria y gozo de Cristo Nuestro Señor.
San Ignacio, como la Iglesia misma, reflexiona sobre esto: ¿Cómo no iba
Jesús a aparecerse a su Madre? Ella nunca perdió la esperanza en la
Resurrección de su Hijo.
María se encuentra con su Hijo resucitado. Usar todos los sentidos
interiores para contemplar este encuentro. Ya lo había recibido en la
Encarnación, pero ahora lo hace en la madurez de la fe, experimentando
así un gozo que nadie le podrá arrebatar. Ella había pasado por la noche
oscura del alma, la noche de los sentidos, cuando tuvo en sus brazos a
su hijo muerto y tuvo que sepultarlo.
En este reencuentro del Hijo con la Madre, es Cristo quien lleva la voz
cantante. Cristo es el que se aparece, como en el resto de las
apariciones, es Él el que tiene la iniciativa. Jesús es quien comienza
la obra nueva y será quien la lleve a término.
Estos textos del Cantar de los Cantares nos pueden ayudar a comprender
el encuentro de Jesús con su Madre: “¡Levántate ya amada mía, hermosa
mía y ven! Que ya se ha pasado el invierno y han cesado las lluvias. Ya
se muestran en la tierra los brotes floridos, ya ha llegado el tiempo de
la poda y se deja oír en nuestra tierra el arrullo de la tórtola.
¡Levántate amada mía, hermosa mía y ven! Paloma mía, dame a ver tu
rostro, hazme oír tu voz. Que tu voz es dulce y encantador tu rostro.”
A
lo que la esposa responde: Mi amado es para mí, y yo soy para mi amado.
En mi lecho por la noche, busqué al amado de mi alma y no lo hallé. Me
levanté y di vueltas por la ciudad, buscando al amado de mi alma. Y
cuando lo hallé, lo así para no soltarlo.
¿Adónde fue tu amado, oh tú, la más hermosa de las mujeres?
Eres,
amada mía, hermosa como Tirsa, encantadora como Jerusalén. Es única mi
paloma, mi inmaculada, es la única hija de su madre, la predilecta de
quien la engendró. ¡Qué hermosa eres, qué amada!”
Bueno…, es parte de un diálogo de enamorados, del amor que suscita en
nuestras almas la dulzura de Jesucristo. Se trata de desplegar nuestro
corazón para que beba de este amor y lo disfrute.
A la luz de su Hijo resucitado, María vuelve a ver toda su vida con una
mirada nueva. Y desde la presencia de su Hijo, vuelve a revivirlo todo y
ahora lo ve de un modo nuevo.
Y
repite las palabras que ya dijo en la Anunciación: “He aquí a la
esclava del Señor; hágase en Mí según tu Palabra. Mi alma engrandece al
Señor”.
En
Ella se vuelve a cumplir el elogio de las gentes: Dichoso el seno que
te llevó y los pechos que te amamantaron. Y Él les dijo: Más bien
dichosos los que oyen la Palabra de Dios y la guardan.
Porque eso hizo María en toda su vida y ahora se ve colmada de gozo por ello.
Desde esta nueva situación, María es confirmada en la nueva misión que se le ha encomendado: He ahí a tu hijo.
Y será bendecida, como nos dice el profeta Isaías: “Verán las naciones
tu justicia y todos los reyes tu gloria y se te dará un nombre nuevo,
que la boca de Yavhé determinará; serás en la mano de Yavhé corona de
gloria, real diadema en la palma de tu Dios. En Ti se complacerá Yavhé y
tu tierra tendrá esposo, a ti te llamarán mi favorita.”
Por su total adhesión a la Voluntad del Padre, a la obra redentora de
su Hijo, a toda moción del Espíritu Santo, la Virgen María es para la
Iglesia el modelo de la fe y de la caridad.
María permanece desde el principio con los apóstoles a la espera de
Pentecostés y a través de las generaciones está presente en la Iglesia
peregrina, como modelo de esperanza.
María siempre creyó que se cumpliría lo que le había dicho el Señor.
Creyó que concebiría y daría a luz un hijo, aunque era virgen, y su Hijo
sería Hijo de Dios.
Como esclava del Señor, permaneció perfectamente fiel a la persona y a la misión de este Hijo.
Por estos motivos, María, con razón, es honrada por la Iglesia, ya
desde todos los tiempos, como Madre de Dios, a cuyo amparo acudimos con
súplicas en todos nuestros peligros y necesidades.
Hoy, la que llevó en su seno a su propio Salvador, reposa en el Templo
del Señor. La que ha hecho brotar para todos la verdadera vida, ¿cómo
iba a caer en poder de la muerte? Es justo que sea elevada hasta Él.
Puesto
que Cristo, que es la Vida, dijo: Donde Yo estoy, estará también mi
servidor, ¿cómo no iba a participar de su morada, con mayor razón su
Madre? Era menester que la Madre se reuniese con el Hijo.
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