DIARIO DE SANTA FAUSTINA 2
Al final del primer año de noviciado, mi alma empezó a oscurecer. No
sentía ningún consuelo en la oración, la meditación venía con gran
esfuerzo, el miedo empezó a apoderarse de mí. Penetré más profundamente
en mi interior y lo único que vi fue una gran miseria. Vi también
claramente la gran santidad de Dios, no me atrevía a levantar los ojos
hacia Él, pero me postré como polvo a sus pies y mendigué su
misericordia. Pasaron casi seis meses y el estado de mi alma no cambió
nada. El sufrimiento aumentaba cada vez más y más. Se acercaba el
segundo año de noviciado. Cuando pensaba que debía hacer los votos, mi
alma se estremecía. No entendía lo que leía, no podía meditar. Me
parecía que mi oración no agradaba a Dios. Cuando me acercaba a los
Santos Sacramentos, me parecía que ofendía aún más a Dios. Dios actuaba
en mi alma de modo singular. Las sencillas verdades de la fe se me
hacían incomprensibles. Hubo un momento en que me vino una fuerte idea
de que era rechazada por Dios. En este sufrimiento mi alma empezó a
agonizar. Quería morir pero no podía. Pensaba, ¿por qué mortificarme si
todo es desagradable a Dios? ¿a qué pretender las virtudes? Al decirlo a
la Madre Maestra, recibí la siguiente respuesta: Debe saber, hermana,
que Dios la destina para una gran santidad. Es una señal de que Dios la
quiere tener en el cielo, muy cerca de Sí mismo. Hermana, confíe mucho
en el Señor Jesús.
Esta terrible idea de ser rechazados por Dios, es un tormento que en realidad sufren los condenados.
Me presenté delante del Santísimo Sacramento y empecé a decirle: Jesús,
Tú has dicho que antes olvidará una madre a su niño recién nacido que
Dios olvide a su criatura. ¿Oyes, Jesús, cómo gime mi alma? En Ti
confío, porque el cielo y la tierra pasarán, pero tu palabra perdura
eternamente.
Un día, al despertarme, empezó a invadirme la desesperación, la
oscuridad era total en mi alma. Empezaron a apoderarse de mí temores
verdaderamente mortales, las fuerzas físicas empezaron a abandonarme.
Entré apresuradamente en la celda y me puse de rodillas delante del
crucifijo y empecé a implorar la misericordia. Sin embargo, Jesús no oyó
mis llamamientos. Caí al suelo, sufrí realmente las penas infernales.
Así permanecí durante tres cuartos de hora. Quise llamar, pero la voz me
faltó. Felizmente entró en la celda una de las hermanas. Al verme en
tal estado, en seguida avisó a la Maestra. La Madre vino en seguida y al
entrar en la celda dijo estas palabras: En nombre de la santa
obediencia, levántese del suelo. Inmediatamente alguna fuerza me levantó
del suelo. La Madre me explicó que era una prueba de Dios. Hermana, me
dijo, tenga una gran confianza, Dios es siempre Padre aunque somete a
pruebas.
Durante la noche me visitó la Madre de Dios con el Niño Jesús en
brazos. La alegría llenó mi alma y dije: Madre mía, ¿sabes cuánto sufro?
Y la Madre de Dios me contestó: Yo sé cuánto sufres, pero no tengas
miedo, porque Yo comparto contigo tu sufrimiento y siempre lo
compartiré.
Sonrió
cordialmente y desapareció. En seguida mi alma se llenó de fuerza y de
gran valor. Sin embargo, eso duró apenas un día. Como si el infierno se
hubiera conjurado contra mí, un gran odio empezó a irrumpir en mi alma,
odio hacia todo lo santo y divino. Me parecía que estos tormentos iban a
formar parte de mi existencia por siempre. Me dirigí al Santísimo
Sacramento y le dije a Jesús: Amado de mi alma, ¿no ves que mi alma está
muriendo anhelándote? ¿Cómo puedes ocultarte tanto a un corazón que te
ama con tanta sinceridad? Perdóname, Jesús, que se haga tu Voluntad en
mí. Voy a sufrir en silencio, no voy a permitir a mi corazón ni un solo
gemido.
Así pasé mi noviciado. El sufrimiento no disminuyó en nada y las fuerzas físicas cada vez eran menos.
El
Viernes Santo, Jesús llevó mi corazón al ardor mismo del amor. De
inmediato me penetró la presencia de Dios. Me olvidé de todo. Jesús me
hizo conocer cuánto ha sufrido por mí. Oí en mi alma estas palabras: Tú
eres mi alegría, tú eres el deleite de mi corazón. A partir de aquel
momento, sentí dentro de mí a la Santísima Trinidad. De modo sensible me
sentía inundada por la luz divina.
Jesús
me dijo: Ve a la Madre Superiora y dile que te permita llevar el
cilicio durante siete días y durante la noche te levantarás una vez y
vendrás a la capilla.
Pero
al decírselo a la Madre Superiora, ésta le contestó: No le permito
llevar ningún cilicio. En absoluto. Si el Señor Jesús le da la fuerza de
un gigante, yo le permitiré estas mortificaciones.
Entonces
Jesús le dijo: Estuve aquí durante la conversación con la Superiora y
sé todo. No exijo tus mortificaciones, sino la obediencia. Con ella me
das una gran gloria y adquieres méritos para ti.
Qué enseñanzas podemos sacar de estos episodios de la vida de Santa Faustina:
Primera: Ella vivió la realidad de estas palabras: Jesucristo aprendió,
sufriendo, a obedecer, como se nos dice en la epístola a los Hebreos.
Y
éste es el camino que hemos de seguir nosotros: el del sufrimiento. No
podemos esperar otra cosa siguiendo a tal Maestro. Si Él sufrió,
nosotros debemos sufrir con Él, para entender su propio sufrimiento y
entender así el nuestro, el que Dios permita en nuestra vida.
Sufrimiento que puede ser físico, por una enfermedad, o moral. O puede
ser sufrimiento espiritual, en la oración, incluso con dudas sobre
nuestra fe, como le ocurrió a Santa Faustina.
Segundo:
Medios para combatir este sufrimiento: Confiar en Dios, acudir
insistentemente a Él, pidiéndole ayuda, sabiendo que son pruebas que
Dios permite, cuyo fin es hacernos crecer en santidad, acercarnos al
Cielo y alcanzar muchas gracias para nosotros y nuestras familias.
Y
acercarnos a María, que sufre con nosotros y no nos abandona en
nuestras necesidades y comparte nuestros sufrimientos para darnos las
fuerzas que necesitamos.
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