Sin
olvidar el Principio y Fundamento, que tiene que ser el hilo de oro
conductor de nuestros Ejercicios, vamos a comenzar las meditaciones
sobre el pecado.
Veíamos que Dios tiene un proyecto de amor para cada uno de nosotros.
Pues bien, el pecado rompe este plan de Dios sobre mí. Por tanto, me
reconozco pecador y me duele esta ofensa a Dios, este desamor para quien
me lo ha dado todo. Pero no debo caer en un continuo remordimiento que
no me lleva a ninguna parte, sino confiar en la misericordia de Dios,
que vuelve a darme otra oportunidad para restablecer su plan para mí.
Soy un pecador, sí, pero salvado, querido y amado por Dios. Por eso el
pecado no rompe definitivamente el plan de Dios ni en el mundo ni en mí.
Esta es nuestra esperanza.
El pecado, ante todo, es un acto de desamor. Nos ciega los ojos y los
oídos para ver y escuchar el amor de Dios. El pecado es grave por el
amor que se rechaza. Y si no hay dolor por esto, menos puede haber
arrepentimiento. Por eso el pecado es más que no cumplir ciertas normas o
ciertos preceptos. Es algo más profundo. Es el acto de desobediencia de
una criatura a su Creador, que implícitamente rechaza a Aquel de quien
salió. Y además de romperse mi relación con Dios, perturba mi relación
con los demás y conmigo mismo. Esto me debe hacer sentir vergüenza y
confusión por mis pecados. Dice el libro del Eclesiástico que hay una
vergüenza que conduce al pecado y otra vergüenza que es gloria y gracia.
Vamos a leerlo para entenderlo.
Eclo
4,23-36 “Espera tu tiempo y guárdate del mal. Y no tendrás que
avergonzarte de ti mismo. Pues hay una confusión que es fruto del
pecado, y una confusión que trae consigo gloria y gracia… No retengas la
palabra salvadora y no ocultes tu sabiduría; pues en el hablar se da a
conocer la sabiduría, y la doctrina en las palabras de la lengua… No te
avergüences de confesar tus pecados… No te sometas al hombre necio y no
tengas acepción por la persona del poderoso. Lucha por la verdad hasta
la muerte, y el Señor Dios combatirá por ti. No seas duro en tus
palabras, ni perezoso ni remiso en tus obras. No seas como león en tu
casa, ni te muestres caprichoso con tus servidores. No sea tu mano
abierta para recibir y cerrada para dar.”
Esta lectura me puede servir de examen para hablar en un coloquio de
amor con Jesucristo crucificado: ¿Me guardo del mal, o me expongo viendo
cosas que no me convienen, oyendo cosas, críticas, chismes…, que
ensucian mi pensamiento y mi corazón, hablando o juzgando lo que no debo
y a quien no debo? ¿dejo que mi boca hable de la palabra salvadora en
los momentos oportunos que Dios me inspira? ¿Lucho por el bien y la
verdad? ¿Soy dura en mis palabras, con los míos, soy como un león en mi
casa? ¿soy perezosa a la hora de hacer el bien? ¿recibo, pero no doy?
No
se trata de martillearme con mis pecados, sino de reconocerlos bajo la
luz de la mirada de Cristo crucificado y reconocerme con humildad
pecador, pero pecador amado. Esto marcará la diferencia entre sentir
tristeza, abatimiento, angustia, remordimiento…, o sentir dolor,
verdadero dolor por haber ofendido a quien tanto me ama, pero esperanza.
Porque Él me sigue dando otra oportunidad; mientras aliente mi vida, Él
me sigue ofreciendo otra oportunidad, arreglar el puente que he roto
para que no haya distancias entre nosotros, y así restablecer mi
relación con Él, conmigo misma y con los demás. Esto es una experiencia
de gracia, un don que hay que pedir. Yo sola no puedo llegar desde el
dolor hasta el amor. No me merezco el amor de Dios y, sin embargo, lo
tengo seguro.
Muchas veces, cuando pecamos, tendemos a sacar el pecado fuera de
nosotros, a buscar excusas: hice esto porque me obligaron, porque las
circunstancias no me permitían obrar de otra manera… Esto lo único que
hace es que rodee la situación, en vez de afrontarla desde la luz de
Cristo, y comprender mi desamor. El cambiar esta actitud es
convertirnos. Empezaremos a confesar nuestros pecados, no como actos
concretos, sino como actitudes. Es decir: he gritado a mi marido, a mi
hijo, a mi vecino…, por qué? Porque me he dejado llevar por la ira,
porque he sido soberbia, porque creía que mi idea era la mejor, porque
creo llevar siempre la razón. Y por tanto es mi soberbia, mi ira…, lo
que está ofendiendo al amor de Dios, que me quiere mansa y humilde y
sólo esta actitud puede llevar a cabo su plan en mí. Esto sólo se ve en
clima de oración. Se trata de dejarme mirar con cariño por Dios. A la
luz del amor de Dios, vamos viendo las manchas de nuestra alma. Pero
sólo a la luz del amor de Dios.
No
hay que dejar fuera de la oración nada de lo que me pasa: estoy
preocupada, siento esto…, por qué? ¿qué me pasa? ¿qué sentimientos o qué
actitudes hay en mí, contrarios a la confianza en el amor que Dios me
tiene, en sus planes para mí, en que todo lo que me sucede es por mi
bien? Todos mis problemas le importan a Dios. No puedo esperar a no
tener ningún problema para rezar, porque entonces no rezaría nunca.
Todos los problemas los tengo que entender a la luz del amor de Dios, y a
través de ellos puedo recibir el amor de Dios. Por eso tengo que hablar
de ellos en un coloquio de amor con Dios. Con lo que soy, con lo que
tengo, debo ir a la oración. Tengo que bajar a mis fracasos, a mis
proyectos truncados, a lo que me gustaría tener y no tengo…, pero no
sola, sino con la linterna del Espíritu Santo, para verlo todo como Dios
lo ve.
Nos puede ayudar el Salmo 130 cuando bajemos a las profundidades de
nuestra alma: “Desde lo hondo a Ti grito, Señor. Señor, escucha mi voz,
estés tus oídos atentos a la voz de mi súplica. Mi alma espera en el
Señor, mi alma espera en su palabra, mi alma aguarda al Señor, porque en
Él está la salvación.
Si
llevas cuenta de los delitos, Señor, quién podrá resistir? Pero de Tí
procede el perdón y así infundes respeto. Aguarde Israel al Señor como
el centinela a la aurora, porque del Señor viene la misericordia, la
redención copiosa y Él redimirá a Israel de todos sus delitos”. ¡Qué
suerte tenemos de contar con un Dios misericordioso!. Si no, qué sería
de nosotros. Pues bien, que nuestra oración esta semana, pase del dolor
al gozo, del dolor de arrepentimiento por nuestros pecados, al gozo de
sabernos amados, queridos y perdonados por Dios.
Y no olvidemos hacer el examen de nuestra oración, para anotar todas
las luces que nos haya dado Dios y ver su paso por nuestra alma.
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