jueves, 10 de noviembre de 2016

EL PECADO. Meditación semanal



Sin olvidar el Principio y Fundamento, que tiene que ser el hilo de oro conductor de nuestros Ejercicios, vamos a comenzar las meditaciones sobre el pecado.
         Veíamos que Dios tiene un proyecto de amor para cada uno de nosotros. Pues bien, el pecado rompe este plan de Dios sobre mí. Por tanto, me reconozco pecador y me duele esta ofensa a Dios, este desamor para quien me lo ha dado todo. Pero no debo caer en un continuo remordimiento que no me lleva a ninguna parte, sino confiar en la misericordia de Dios, que vuelve a darme otra oportunidad para restablecer su plan para mí.
         Soy un pecador, sí, pero salvado, querido y amado por Dios. Por eso el pecado no rompe definitivamente el plan de Dios ni en el mundo ni en mí. Esta es nuestra esperanza.
         El pecado, ante todo, es un acto de desamor. Nos ciega los ojos y los oídos para ver y escuchar el amor de Dios. El pecado es grave por el amor que se rechaza. Y si no hay dolor por esto, menos puede haber arrepentimiento. Por eso el pecado es más que no cumplir ciertas normas o ciertos preceptos. Es algo más profundo. Es el acto de desobediencia de una criatura a su Creador, que implícitamente rechaza a Aquel de quien salió. Y además de romperse mi relación con Dios, perturba mi relación con los demás y conmigo mismo. Esto me debe hacer sentir vergüenza y confusión por mis pecados. Dice el libro del Eclesiástico que hay una vergüenza que conduce al pecado y otra vergüenza que es gloria y gracia. Vamos a leerlo para entenderlo.
Eclo 4,23-36 “Espera tu tiempo y guárdate del mal. Y no tendrás que avergonzarte de ti mismo. Pues hay una confusión que es fruto del pecado, y una confusión que trae consigo gloria y gracia… No retengas la palabra salvadora y no ocultes tu sabiduría; pues en el hablar se da a conocer la sabiduría, y la doctrina en las palabras de la lengua… No te avergüences de confesar tus pecados… No te sometas al hombre necio y no tengas acepción por la persona del poderoso. Lucha por la verdad hasta la muerte, y el Señor Dios combatirá por ti. No seas duro en tus palabras, ni perezoso ni remiso en tus obras. No seas como león en tu casa, ni te muestres caprichoso con tus servidores. No sea tu mano abierta para recibir y cerrada para dar.”
         Esta lectura me puede servir de examen para hablar en un coloquio de amor con Jesucristo crucificado: ¿Me guardo del mal, o me expongo viendo cosas que no me convienen, oyendo cosas, críticas, chismes…, que ensucian mi pensamiento y mi corazón, hablando o juzgando lo que no debo y a quien no debo? ¿dejo que mi boca hable de la palabra salvadora en los momentos oportunos que Dios me inspira? ¿Lucho por el bien y la verdad? ¿Soy dura en mis palabras, con  los míos, soy como un león en mi casa? ¿soy perezosa a la hora de hacer el bien? ¿recibo, pero no doy?
No se trata de martillearme con mis pecados, sino de reconocerlos bajo la luz de la mirada de Cristo crucificado y reconocerme con humildad pecador, pero pecador amado. Esto marcará la diferencia entre sentir tristeza, abatimiento, angustia, remordimiento…, o sentir dolor, verdadero dolor por haber ofendido a quien tanto me ama, pero esperanza. Porque Él me sigue dando otra oportunidad; mientras aliente mi vida, Él me sigue ofreciendo otra oportunidad, arreglar el puente que he roto para que no haya distancias entre nosotros, y así restablecer mi relación con Él, conmigo misma y con los demás. Esto es una experiencia de gracia, un don que hay que pedir. Yo sola no puedo llegar desde el dolor hasta el amor. No me merezco el amor de Dios y, sin embargo, lo tengo seguro.
         Muchas veces, cuando pecamos, tendemos a sacar el pecado fuera de nosotros, a buscar excusas: hice esto porque me obligaron, porque las circunstancias no me permitían obrar de otra manera… Esto lo único que hace es que rodee la situación, en vez de afrontarla desde la luz de Cristo, y comprender mi desamor. El cambiar esta actitud es convertirnos. Empezaremos a confesar nuestros pecados, no como actos concretos, sino como actitudes. Es decir: he gritado a mi marido, a mi hijo, a mi vecino…, por qué? Porque me he dejado llevar por la ira, porque he sido soberbia, porque creía que mi idea era la mejor, porque creo llevar siempre la razón. Y por tanto es mi soberbia, mi ira…, lo que está ofendiendo al amor de Dios, que me quiere mansa y humilde y sólo esta actitud puede llevar a cabo su plan en mí. Esto sólo se ve en clima de oración. Se trata de dejarme mirar con cariño por Dios. A la luz del amor de Dios, vamos viendo las manchas de nuestra alma. Pero sólo a la luz del amor de Dios.
No hay que dejar fuera de la oración nada de lo que me pasa: estoy preocupada, siento esto…, por qué? ¿qué me pasa? ¿qué sentimientos o qué actitudes hay en mí, contrarios a la confianza en el amor que Dios me tiene, en sus planes para mí, en que todo lo que me sucede es por mi bien? Todos mis problemas le importan a Dios. No puedo esperar a no tener ningún problema para rezar, porque entonces no rezaría nunca. Todos los problemas los tengo que entender a la luz del amor de Dios, y a través de ellos puedo recibir el amor de Dios. Por eso tengo que hablar de ellos en un coloquio de amor con Dios. Con lo que soy, con lo que tengo, debo ir a la oración. Tengo que bajar a mis fracasos, a mis proyectos truncados, a lo que me gustaría tener y no tengo…, pero no sola, sino con la linterna del Espíritu Santo, para verlo todo como Dios lo ve.
         Nos puede ayudar el Salmo 130 cuando bajemos a las profundidades de nuestra alma: “Desde lo hondo a Ti grito, Señor. Señor, escucha mi voz, estés tus oídos atentos a la voz de mi súplica. Mi alma espera en el Señor, mi alma espera en su palabra, mi alma aguarda al Señor, porque en Él está la salvación.
Si llevas cuenta de  los delitos, Señor, quién podrá resistir? Pero de Tí procede el perdón y así infundes respeto. Aguarde Israel al Señor como el centinela a la aurora, porque del Señor viene la misericordia, la redención copiosa y Él redimirá a Israel de todos sus delitos”. ¡Qué suerte tenemos de contar con un Dios misericordioso!. Si no, qué sería de nosotros. Pues bien, que nuestra oración esta semana, pase del dolor al gozo, del dolor de arrepentimiento por nuestros pecados, al gozo de sabernos amados, queridos y perdonados por Dios.
         Y no olvidemos hacer el examen de nuestra oración, para anotar todas las luces que nos haya dado Dios y ver su paso por nuestra alma.

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