LA MISERICORDIA
DE DIOS EN EL PROFETA JEREMIAS
Este verano hemos tenido la
oportunidad de escuchar cada día en la primera lectura de la Misa muchos textos
de Jeremías. Toda la revelación de Dios a este profeta nos muestra la tristeza
del Corazón de Dios y su ira ante el pueblo de Israel por su infidelidad, pero
también se derrama en sus palabras su misericordia, que busca el
arrepentimiento de su pueblo para poder perdonarlo y seguir bendiciéndolo como
lo había hecho desde el principio.
Dice Dios al profeta: “Antes que te
formara en el vientre te conocí, antes de que tú salieses del seno materno te
consagré y te designé para profeta de pueblos”.
A veces creemos que es una
casualidad que estemos aquí, sin darnos cuenta que en la mente de Dios
existíamos antes de ser creados y ya Dios nos amaba. Ya pensaba en nosotros de
una manera única, personal y especialísima, ya que nos concebía bautizados,
perseverantes en la fe, en un grupo de adoradores de la Divina Misericordia… Él
ya nos quería aquí y ahora a cada uno de nosotros, nos amaba desde entonces, se
complacía en nosotros.
“Irás a donde te envíe Yo y dirás lo
que Yo te mande”.
Nuestra vida no tiene otro
sentido que cumplir la Voluntad de Dios. Nada puede hacer que nos realicemos
mejor como personas: ni el trabajo que hayamos desempeñado, ni nuestra misión
como padres o como abuelos…, si todo lo que hayamos hecho no ha sido la
Voluntad de Dios. Y, ¿cómo conocerla? ¿cómo saber si le estamos agradando?
¿cómo saber si nuestras decisiones se ajustan a los planes de Dios? Orando. Así
es como se nos manifiesta el plan de Dios: en la oración, en el diálogo y en la
intimidad con Él. Y cuando no lo tengamos claro, pedir ayuda para saber
discernir. Si mi camino no es el camino de Dios, si lo que hago no responde al
plan de Dios sobre mí, en vano me estoy empeñando. Como dice el Salmo: si Dios
no construye la casa, en vano se cansan los albañiles.
“No apartaré mi rostro de vosotros,
porque soy misericordioso. Reconoce pues tu maldad”.
He aquí la promesa que nos ha
de mantener firmes toda nuestra vida. Él jamás apartará su rostro de nosotros.
Le basta con que reconozcamos nuestra maldad, nuestras malas inclinaciones,
nuestras flaquezas y debilidades, nuestras caídas grandes o pequeñas. Es un
hecho que no somos fieles, que corremos tras nuestras pasiones que nos nublan
el camino de la Voluntad de Dios. Y Él nos observa con compasión, esperando que
nos demos cuenta enseguida y que volvamos a Él, como el hijo pródigo. Nunca
nuestros pecados pueden ser un motivo para alejarnos de Dios, porque Él está
siempre dispuesto a perdonarnos. No apartaré mi rostro de vosotros. Y Él es
fiel.
“Me llamarás mi Padre y no te
separarás de Mí”. “Convertíos y sanaré vuestras rebeldías”. “Limpia de maldades
tu corazón para que pueda salvarte”. “Mejorad vuestros caminos y vuestras obras
y Yo moraré con vosotros”. “Oíd mi voz y seré vuestro Dios y vosotros seréis mi
pueblo y seguid los caminos que Yo os mande y os irá bien”.
“Yo, Yavhé, penetro los corazones para
retribuir a cada uno según sus caminos, según el fruto de sus obras”
Penetro sus corazones: podemos
engañar al mundo con nuestras acciones o dejarnos engañar por las acciones de
otros, pero el interior, la actitud, la intención…, sólo Dios la conoce.
Incluso a veces, no sólo engañamos a los demás, sino que nos engañamos a nosotros
mismos, haciéndonos creer que hacemos las cosas por Dios, cuando en realidad
buscamos nuestro propio interés, que piensen bien de nosotros, que nos quieran,
que nos agradezcan, que nos tengan en cuenta… Sólo Dios penetra en el corazón,
sólo Él puede juzgarlo.
“Sáname, oh Yavhé, y seré sanado,
sálvame y seré salvo, pues Tú eres mi gloria”.
“¿Acaso no puedo Yo hacer de vosotros
como hace el alfarero?”. “Como está el barro en las manos del alfarero, así
estáis vosotros en mis manos”. Pidamos a Dios ser ese barro dócil en sus manos
que se deje hacer. Él sabe lo que hay que quitar y que poner, lo que hay que
moldear, lo que hay que robustecer y lo que hay que desechar. Nuestra
santificación no es la obra de nuestras manos, sino el dejarnos hacer por Dios:
es la obra de sus manos.
“Tú me sedujiste, oh Yavhé y yo me
dejé seducir”.
“Pondré sobre ellos mis ojos para bien
y les haré volver a esta tierra, los edificaré y no los destruiré, los plantaré
y no los arrancaré y les daré un corazón para que reconozcan que Yo soy Yavhé y
ellos serán mi pueblo y Yo seré su Dios, pues se convertirán a Mí de todo
corazón”. Esta es la respuesta de Dios ante nuestro arrepentimiento.
“Con amor eterno te amé, por eso te he
mantenido mi favor. De nuevo te edificaré y serás edificada”. “Yo pondré mi ley
en tu interior y la escribiré en tu corazón y seré tu Dios”. “Les perdonaré sus
maldades y no me acordaré más de sus pecados”. Dejemos que estas palabras de
Dios sean como un bálsamo que cure las heridas que el pecado causa en nuestro
corazón.
“Los reuniré de los extremos de la
tierra… y los guiaré con consolaciones; Yo los guiaré a las corrientes de las
aguas, por caminos llanos para que no tropiecen… Los consolaré y convertiré su
pena en alegría… Yo saciaré a toda alma desfallecida y hartaré a toda alma
languideciente… Les daré un solo corazón y un solo camino, para que siempre me
teman y siempre les vaya bien, a ellos y a sus hijos después de ellos. Y haré
con ellos una alianza eterna de no dejar de hacerles bien, y pondré mi temor en
su corazón para que no se aparten de Mí, y me gozaré en ellos al hacerles bien,
y los plantaré firmemente en esta tierra, con todo mi corazón y toda mi alma…
Yo les restituiré la salud, los sanaré y les descubriré abundancia de paz y de
verdad y los limpiaré de todas la iniquidades que contra mí cometieron y les
perdonaré todas las culpas y todas sus rebeliones contra mí… y temblarán y se
turbarán de tanto bien y de tanta paz como Yo les daré”.
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