jueves, 3 de enero de 2019

LAS ALMAS DEL PURGATORIO


LAS ALMAS DEL PURGATORIO
La existencia del Purgatorio es dogma de fe.
Todo pecado, nos enseña la Iglesia, lleva consigo una culpa y una pena. Culpa es la ofensa hecha a Dios. Pena es el castigo que merece. La culpa se nos perdona en la Confesión. La pena hay que expiarla durante nuestra vida en la tierra o en el Purgatorio.
Mueren muchos hombres que no han tenido la voluntad o el tiempo para satisfacer lo que debían de sus culpas ya perdonadas. Algunos obtienen este perdón momentos antes de exhalar el último suspiro. La divina  misericordia los libra de las penas del infierno, pero deben satisfacer el tributo debido a la justicia.
El Purgatorio es un lugar destinado por la amorosa providencia de Dios a la expiación de las almas que ya han salido de este mundo limpias de pecados graves, pero no tan puras y santas como es preciso para ser admitidas a la presencia de Dios.
No es Dios quien envía al alma al Purgatorio. Es ella la que quiere ardientemente ser encerrada allí. Prefiere ver frustrado su anhelo de ver a Dios así manchada. Cuando por los medios que el Señor ha puesto para su purificación, que son la oración, los sacrificios y las obras buenas de la Iglesia militante hayan cumplido su efecto, entonces se le abrirán las puertas del cielo.
El Purgatorio empieza ya en esta vida cuando correspondemos a la gracia y cambiamos de vida. Es entonces cuando comienzan los dolores, penitencias, incomprensiones, enfermedades…, todo esto puede servirnos para expiar nuestros pecados. Aun así, difícilmente llegaremos en esta vida a la limpieza exigida, por esto es necesario el Purgatorio.
En él, las almas están atormentadas por el dolor físico, pero parece que el tormento más fuerte que sufren proviene del amor que sienten por unirse a Dios.
Santa Magdalena de Pazzis pudo contemplar una vez a su difunto hermano, que estaba penando en el purgatorio, y a su vista exclamó horrorizada: ¡Misericordia, misericordia! Todos los tormentos de los mártires son nada en comparación de lo que sufren en el purgatorio.
Una  vez se apareció un ángel a un piadoso cristiano enfermo, y le dijo: Es poco lo que te toca vivir en este mundo, pero puedes escoger entre tres años de sufrimiento en la tierra o tres días de Purgatorio. El enfermo escogió lo último, pero cuando ya estaba en el Purgatorio, se le apareció de nuevo el ángel y escuchó que el alma se le quejaba diciendo: Tú me habías asegurado que no estaría aquí más que tres días y hace más de tres años que sufro horriblemente. Te engañas, le dijo el ángel, no hace más que un momento que estás aquí; tu cuerpo está en la tierra todavía caliente. En el Purgatorio, la magnitud del dolor hace que la más corta duración produzca el efecto de una eternidad.
Aun así, el alma preferiría precipitarse en mil infiernos que comparecer en ese estado de impureza ante su divina majestad. De ahí que el alma se lance al Purgatorio para que, a través de dolores y suplicios espantosos, recupere la plena pureza.
Una vivencia puede darnos una idea de ese dolor. El emperador Nicolás de Rusia, procuraba que todos los católicos de sus dominios apostataran. En una ocasión hizo encarcelar durante siete años a 245 vírgenes católicas de la orden de San Basilio, atormentándolas de varias maneras para lograr su apostasía. Durante una semana fueron encerradas todas juntas en una estrecha cárcel, en que cada una no recibía más que medio arenque al día, privándolas de agua y pan para vencerlas por el terrible tormento de la sed. Pronto tuvieron la lengua y el estómago hechos ascua, hasta el punto de que la lengua comenzaba ya a agrietarse. En medio de este tormento se acordaron de las almas del Purgatorio y pensando que ellas sufren dolores parecidos, cayeron de rodillas y rogaron por ellas, ofreciendo a  Dios los propios padecimientos en su sufragio. Esta plegaria produjo en seguida un prodigioso alivio de sus dolores, y desde aquel momento no sintieron ya hambre ni sed. Al salir de aquella prueba, ninguna de ellas se acercó a la fuente. Una de estas heroicas vírgenes, la superiora, pudo ir a Roma y referir todas estas crueldades al Papa Pío IX.
Cada alma, al morir el hombre, se dirige hacia su destino. Un alma limpia corre a unirse a Dios. Un alma muerta por el pecado cae irremediablemente en el infierno. Un alma viva, pero manchada por defectos y faltas, se dirige al lugar de la purificación. Los tres destinos son ya ineludibles. Nada puede detener al alma de ir al cielo, al infierno o al purgatorio. La libertad para hacer el bien o para obrar el mal ha dejado de existir cuando el hombre muere.
Nosotros representamos la purificación a través del fuego, pero las almas purgantes, en realidad, sufren por el medio más adecuado para curar los defectos en que cayeron mientras vivían.
Pero a pesar de sus terribles dolores, explica Santa Catalina de Génova, las almas del purgatorio gozan de una dulce tranquilidad por ser su voluntad totalmente conforme a la Voluntad de Dios. Se saben destinadas con total certeza a la visión de Dios por toda la eternidad.
Escribía San Francisco de Sales: Es verdad que los tormentos son allí tan grandes, que los más terribles dolores de esta vida no se pueden comparar con ellos; pero también son tan grandes las satisfacciones interiores que no hay prosperidad ni contento en la tierra que se les pueda igualar.
Ahora bien, para que el Dios acorte este tiempo, debemos recurrir a oraciones y sacrificios, pero también a las obras de caridad. Una vez una noble señora consultó a San Clemente que a menudo se le aparecía en sueños su difunto marido temblando de frío. Y el santo le respondió: Vista ud a los pobres y ofrezca esta buena obra en sufragio del difunto. Pasado algún tiempo, se le presentó de nuevo aquella señora contándole que se le había vuelto a aparecer ya ricamente vestido y con muestras de una gran alegría, sin padecer ya ningún tormento.
Sin embargo, todo lo que podamos ofrecer nosotros, resulta insuficiente. Por eso, durante el Santo Sacrificio de la Misa, la Santa Madre Iglesia vierte la preciosa Sangre de Cristo sobre aquellas almas dolientes que expían y se purifican en el Purgatorio. Sobre ello nos dice San Leonardo de Porto-Maurizio: Una sola Misa bastaría para sacar todas las almas del Purgatorio y abrirles las puertas del cielo…
Esta es la razón de que encarguemos Misas para las almas del Purgatorio, de que encarguemos las Misas Gregorianas, para despoblar el purgatorio de almas.
Además, la Iglesia tiene potestad de perdonar las penas temporales gracias a las Indulgencias, que pueden ser plenarias o parciales y que se pueden aplicar a los difuntos.
Tienen indulgencias parciales las invocaciones, las jaculatorias, las obras de caridad hechas con espíritu cristiano, las limosnas, las penitencias que hacemos cuando nos abstenemos de cosas que son buenas en sí, el rezo del Rosario, del Angelus, del Alma de Cristo, del Credo, la Comunión Espiritual, el Acto de Contrición, la renovación de las promesas del Bautismo, las Letanías, el Magnificat, la Salve, los Laudes, las Vísperas… Pero para ganarlas, hay que estar en gracia de Dios y tener la intención de ganarlas.
Para ganar la Indulgencia Plenaria se requiere la Confesión dentro de los quince días, la Comunión y oración por el Papa y la actitud de conversión. Podemos ganarla con el rezo del Rosario meditando en los misterios, rezado en la Iglesia o en familia; el rezo del Via Crucis delante de las estaciones legítimamente erigidas recorriendo las catorce estaciones ; la visita al Santísimo durante media hora o leer la Biblia durante media hora.
Son muchos los medios de que disponemos para aliviar el sufrimiento de las almas del purgatorio, que ya no pueden merecer por ellas mismas, pero que sí pueden interceder por nosotros enormemente si nos convertimos en sus benefactores. Y es una de las obras de caridad más grandes que podemos hacer.

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