viernes, 22 de febrero de 2019

AMOR A LOS ENEMIGOS. Charla Semanal

AMOR A LOS ENEMIGOS
Del Evangelio según Lucas 6,27-38:
«Pero yo os digo a vosotros: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maldigan, rogad por los que os calumnien. Al que te hiera en una mejilla, preséntale también la otra; y al que te quite el manto, no le niegues la túnica. A todo el que te pida, da, y al que tome lo tuyo, no se lo reclames. Y tratad a los hombres como queréis que ellos os traten. Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Pues también los pecadores aman a los que les aman. Si hacéis bien a los que os lo hacen a vosotros, ¿qué mérito tenéis? ¡También los pecadores hacen otro tanto! Si prestáis a aquellos de quienes esperáis recibir, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir lo correspondiente. Vosotros en cambio amad a vuestros enemigos; haced el bien y prestad sin esperar nada a cambio; entonces vuestra recompensa será grande y seréis hijos del Altísimo, porque Él es bueno con los desagradecidos y los perversos. Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo. No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados. Dad y se os dará; una medida buena, apretada, remecida, rebosante echarán en vuestro regazo. Porque con la medida con que midáis se os medirá.»
Este Evangelio es la segunda parte del Sermón de la Montaña. Jesús se dirige a la multitud inmensa de personas que habían ido a escucharlo. Y es uno de los más bellos que existen, pero, al mismo tiempo, de los más difíciles de llevar a cabo. Ahí está el núcleo de la enseñanza de Jesús, lo que Él quiere que todos hagamos con nosotros mismos y con los demás:
         Amar a los enemigos, no maldecir, ofrecer la otra mejilla a quien te hace daño, no reclamar cuando alguien toma lo que es tuyo…
¿Lo aceptamos? ¿Lo comprendemos? ¿Qué hacemos todos y cada uno de nosotros cuando nos odian, cuando nos maldicen, cuando nos humillan, cuando nos critican o nos roban? Jesús tiene muy claro el camino: frente al mal tenemos que responder con el bien, con paz, con sosiego, por difícil que nos parezca, por incomprensible que sea para nuestra inteligencia y razón.
         La solución es tratar a los hombres como queremos que ellos nos traten y ser compasivos como nuestro Padre Celestial es compasivo. Jesús quiere cambiar nuestro proceder amando a nuestros enemigos.
         El amor no puede depender de lo que recibimos del otro. El verdadero amor tiene que amar al otro, independientemente de lo que el otro hace por mí.
         En vez de ser compasivo como el Padre Celestial es compasivo, San Mateo dice: sed perfectos como vuestro Padre Celestial es perfecto. Esta perfección hace que no juzguemos y no seremos juzgados; no condenemos y no seremos condenados; perdonemos y seremos perdonados.
Así es Dios nuestro modelo:
«Él hace salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos» (Mateo 5:45).
«No nos ha tratado según nuestros pecados, ni nos ha pagado conforme a nuestras iniquidades» (Salmos 103:10).
«Sed más bien amables unos con otros, misericordiosos, perdonándoos unos a otros, así como también Dios os perdonó en Cristo» (Efesios 4:32).
Por lo tanto, cuando los cristianos vivimos de este modo, mostramos una parte del carácter de Dios.
         Vamos a dar unas orientaciones para aprender a amar a nuestros enemigos:
  • Ser amable
  • Responder a los insultos con buenas palabras, rechazando la necesidad de ser aún más hiriente que aquél que nos ha ofendido y siendo por el contrario, sabio y prudente en nuestras respuestas.
  •  Orar por ellos
  •  Perdonarlos, sin dejar que el rencor tenga un lugar en nuestra vida e intentando olvidar el pasado.
  •  Dar sin esperar nada a cambio.
  • Mostrar compasión, teniendo una mente abierta, sin apresurarnos a juzgar. Pensar que los demás tienen sus problemas y necesitan comprensión por nuestra parte
Esta es la nueva justicia, que se contrapone con la ley judía, con la Ley del Talión: ojo por ojo y diente por diente.
Jesús no conoce más que una ley, que es la ley del amor.
Amar sólo a los que nos aman, no es una buena forma de medir si amamos. Es como pensar que amamos a aquellos que pueden hacerlo también; pero el amor verdadero es incluso el que se da a los que nos aborrecen y éste es sólo un rasgo distintivo de los hijos de Dios.
Dice Benedicto XVI: En el mundo hay demasiada violencia, demasiada injusticia y, por tanto, sólo se puede superar esta situación contraponiendo un plus de amor, un plus de bondad. Este «plus» viene de Dios: es su misericordia, que se ha hecho carne en Jesús y es la única que puede "desequilibrar" el mundo del mal hacia el bien, a partir del pequeño y decisivo "mundo" que es el corazón del hombre.
Esta página evangélica se considera la carta magna de la no violencia cristiana, que no consiste en rendirse ante el mal, sino en responder al mal con el bien, rompiendo de este modo la cadena de la injusticia. Así se comprende que para los cristianos la no violencia no es un mero comportamiento, sino más bien un modo de ser de la persona, la actitud de quien está tan convencido del amor de Dios y de su poder, que no tiene miedo de afrontar el mal únicamente con las armas del amor y de la verdad.
El amor a los enemigos constituye el núcleo de la «revolución cristiana», revolución que no se basa en estrategias de poder económico, político o mediático. La revolución del amor, un amor que en definitiva no se apoya en los recursos humanos, sino que es don de Dios que se obtiene confiando únicamente y sin reservas en su bondad misericordiosa. Esta es la novedad del Evangelio, que cambia el mundo sin hacer ruido. Este es el heroísmo de los «pequeños», que creen en el amor de Dios y lo difunden incluso a costa de su vida.
Pidamos a María que nos ayude a cumplir nuestro programa de vida a la luz de este Evangelio y purifique nuestro amor a los demás, para que aprendamos a ser compasivos y misericordiosos como lo es nuestro Padre Celestial, y podamos de esta manera, contribuir a que el mundo cambie, o al menos el entorno en el que vivimos nosotros.

viernes, 15 de febrero de 2019

LAS BIENAVENTURANZAS. charla semanal

LAS BIENAVENTURANZAS
Cuenta el Evangelio de San Lucas, que una mañana bajó Jesús de una colina situada cerca del lago de Galilea. Caminaba solo, pero a unos pocos metros le seguía una multitud de personas: gente de Galilea, de Jerusalén, de Judea y del otro lado del Jordán. Ellos como nosotros, veintiún siglos más tarde, buscaban en el Señor a alguien que les orientase, que les ayudase a volar alto, a superar sus miserias y colmar sus deseos.
Él bajó del monte y sentándose, levantó los ojos hacia sus discípulos y esto quiere decir que encendió la luz interiormente en sus corazones para que pudieran entender sus palabras.
En lo alto del monte, había estado previamente orando y después eligiendo a sus apóstoles. El Señor realiza acciones muy importantes durante su vida en lo alto de un monte: ora, se transfigura, muere en la cruz, asciende a los Cielos… En la cima, nos muestra mejor su intimidad con Dios Padre.
Para llegar a la cima hay que subir, y siempre subir cuesta esfuerzo. A nosotros también nos cuesta prepararnos para la oración, pararnos a meditar, sacar un tiempo del día para hablar con Dios, buscar la soledad. Pero una vez lograda la calma interior, nos elevaremos por encima de nuestros problemas diarios y, como desde lo alto de una montaña, podremos ver más lejos y más profundamente.
Además, necesitamos la soledad y el silencio porque Dios habla en voz baja.
Vemos también que Jesús se sentó para revelarles las bienaventuranzas. Cuando un rabino se sentaba, quería indicar que estaba a punto de enseñar algo muy importante.
A su alrededor estaban los discípulos y mucha más gente, pero realmente sólo quienes le rodeaban de cerca, pudieron apreciar cada gesto, cada sonrisa de Jesús, cada entonación con la que pronunciaba su discurso.
Así nosotros tenemos la posibilidad de escuchar sus bienaventuranzas con varias actitudes:
Desde lejos, oyéndolas sin más, como las oirían los que se encontraban en los grupos más alejados, perdiendo quizá el hilo y el mensaje que Jesús les quería transmitir.
O bien aproximándonos al Maestro, escogiendo un lugar cercano, fijando nuestra mirada en Él sin distracciones, sentándonos entre sus escogidos los Apóstoles, para aprender junto a ellos algo nuevo para nuestra vida.
Y abriendo su boca les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.
Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.
Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.
Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.
Con estas bienaventuranzas, Jesús pretende renovar a sus discípulos. Y son ahora el plan de Jesús para nosotros. Sabemos que contienen el secreto de esa felicidad que no logramos apagar con las satisfacciones diarias.
San Lucas puso tan sólo cuatro bienaventuranzas, San Mateo ocho; pero en estas cuatro se comprenden las ocho. Lucas puso cuatro bienaventuranzas, representando las cuatro virtudes cardinales.
La pobreza es la primera de las bienaventuranzas y la dicen igualmente los dos evangelistas y es la primera de todas y como la madre de las demás virtudes; porque el que desprecie las cosas del mundo merecerá las eternas y no puede nadie alcanzar la gloria, si poseído del amor del mundo no llega a desprenderse de él. Por eso: bienaventurados los pobres.
Ahora bien, hay muchos pobres de bienes pero que son muy avaros por el deseo de poseer; a éstos no los salva la pobreza. Es bienaventurado el pobre que imita a Jesucristo, quien quiso sufrir la pobreza por nuestro bien; porque el mismo Señor todo lo hacía para manifestarse como nuestro modelo y podernos conducir a la salvación eterna.
Y como el reino de los cielos se alcanza por grados, el primero por el que hemos de pasar es el de la pobreza; por esto Jesucristo eligió sus primeros discípulos de entre los pobres.
Esa pobreza que nos hace sintonizar con Dios cuando nos desposeemos de todo apego a las cosas de este mundo: a las personas, a los bienes, a los deseos personales, a nuestra manera de pensar, de querer hacer las cosas… ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo? Así, nuestra manera de no perdernos es situarnos ante el Sagrario, con el alma en gracia, para sintonizar con Dios, para enamorarnos de Él, para sentir como Él siente, para desear lo que Él desea, para amar al prójimo como Él lo ama, para ser su prolongación en el mundo.
Es necesario vaciarnos de todo lo negativo para llenar junto a Él nuestra vida de ideales, entusiasmarnos con objetivos que nos ayuden a estirarnos para dar más, crecer con empeño para sacar lo mejor de nosotros mismos.
Una vez proclamada la bienaventuranza de la pobreza y para que calase en el corazón de los hombres que le escuchaban, seguramente Jesús hizo una pausa y así continuaría con las demás bienaventuranzas. Y cuando llega a decirles: bienaventurados los que lloráis, porque reiréis…, muchos levantarían la cabeza porque no eran felices, porque estaban oprimidos, porque habían dejado todo para seguirle, porque querían ser curados de enfermedades, o librarse de una situación injusta, o cambiar de vida, o recuperar su esperanza en Dios. Y se preguntaban y nos seguimos preguntando:
¿Cómo puede desear el Señor que lloremos o que suframos?
¿Quién no ha llorado alguna vez por una enfermedad, un problema en su familia, un amor no correspondido, una cantidad de experiencias que arrojan sombra sobre nuestra vida?
El Señor indica ahora un camino a los que lloran, el camino de la bienaventuranza.
El escritor Lewis interpretaba esos momentos de dolor, físico o interior, como una llamada fuerte de Dios. Dios nos susurra en nuestros placeres, decía, nos habla en nuestra conciencia, pero nos grita en nuestro dolor, el dolor es su megáfono para despertar a un mundo sordo.
Y es verdad, a través del dolor y en medio del sufrimiento podemos y debemos encontrar a Dios.
Aun así, Dios no desea ni provoca nuestro dolor. Él está para acompañarnos en el momento de la prueba, no nos abandona nunca.
Cristo nos llama mientras nuestros ojos lloran y nos pide que dejemos nuestros problemas en sus manos.
No podemos permanecer tristes ante el sufrimiento, porque la tristeza llama al pecado, al desaliento, al abandono de Dios.
Con la ayuda de Dios hay que seguir luchando, porque lo que antes no era posible solos, ahora sí lo es con la ayuda de Dios y con muy poco esfuerzo por nuestra parte. Él sólo quiere que alarguemos el brazo para que agarremos el suyo. Esto es un primer paso para liberarnos del dolor, para mirar con otros ojos a quienes nos rodean y dejar de echarles la culpa de nuestro sufrimiento.
En fin, debemos sentarnos muy cerca del Señor para escuchar una vez más sus bienaventuranzas, dichas hoy para nosotros, para darnos esperanza, para abrirnos un camino, para iluminar nuestra conciencia. Pidamos a María que nos ilumine y enseñe, Ella que es la Bienaventurada.

viernes, 8 de febrero de 2019

LA LLAMADA DE LOS PRIMEROS DISCIPULOS.


LA LLAMADA DE LOS PRIMEROS DISCIPULOS

Una vez que la gente se agolpaba en torno a él para oír la palabra de Dios, estando él de pie junto al lago de Genesaret, 2 vio dos barcas que estaban en la orilla; los pescadores, que habían desembarcado, estaban lavando las redes. 3 Subiendo a una de las barcas, que era la de Simón, le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente. 4 Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: «Rema mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca». 5 Respondió Simón y dijo: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes». 6 Y, puestos a la obra, hicieron una redada tan grande de peces que las redes comenzaban a reventarse. 7 Entonces hicieron señas a los compañeros, que estaban en la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Vinieron y llenaron las dos barcas, hasta el punto de que casi se hundían. 8 Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús diciendo: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador». 9 Y es que el estupor se había apoderado de él y de los que estaban con él, por la redada de peces que habían recogido; 10 y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Y Jesús dijo a Simón: «No temas; desde ahora serás pescador de hombres». 11 Entonces sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron. (Lc 5,1-11)

         Cristo elige por apóstoles a unos pescadores. En aquel tiempo había rabinos, que eran personas con un cierto nivel de sabiduría, que se dedicaban a la enseñanza. Si Cristo deseaba hacer llegar su doctrina de una manera segura y eficaz a las futuras generaciones, hubiera sido más lógico elegir a este tipo de personas cultas y formadas. Pero no, elige a pescadores, cuya única cultura era la del mar.
Por eso dirá San Pablo: Fijaos, hermanos, en vuestra asamblea; no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; todo lo contrario, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios; lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar al fuerte. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta.
         Dice San Agustín:
Si para dar comienzo a su obra, Cristo hubiera elegido un orador, el orador hubiera dicho: «He sido elegido en consideración a mi elocuencia». Si hubiera escogido a un senador, el senador hubiera dicho: «He sido escogido en atención a mi dignidad». Finalmente, si primeramente hubiera elegido a un emperador, el emperador hubiera dicho: «He sido elegido en consideración a mi poder».
Dame —dice— ese pescador, dame a ese ignorante, dame ese analfabeto, dame a ese con quien no se digna hablar el senador: dame a ese. Y cuando le haya colmado de mis dones, quedará patente que soy yo quien actúo. Puede el senador gloriarse de sí mismo, y lo mismo el orador y el emperador: en cambio el pescador sólo puede gloriarse en Cristo.

El monje Ludolfo de Sajonia nos dice:
Pedro se lanza con humildad a las rodillas de Jesús. Le reconoce su Señor y le dice: “Retírate de mí, Señor, que soy un hombre pecador” y yo no soy digno de estar en tu compañía. Retírate de mí, pues yo sólo soy un hombre y tú eres el Dios-Hombre, yo soy pecador y tú eres santo, yo el servidor y tu Señor. Una distancia te separa de mí, que estoy separado de ti por la fragilidad de mi naturaleza, la vileza de mis faltas y la debilidad de mi poder
La humildad es una fuerza de atracción, y para atraer a los otros es bueno saber no gloriarse en uno mismo.

         San Francisco de Sales se fija en otro aspecto del pasaje:
Me preguntará alguno que por qué hay que renunciar a todo. Que los que nada tienen, o muy poco, a qué pueden renunciar. Yo les diré que está claro que el que tiene poco, deja poco y el que tiene mucho deja mucho. San Pedro, que era un simple pescador, abandonó sus redes, poca cosa; San Mateo, que era un rico banquero, dejó su gran fortuna; pero los dos obedecieron igualmente a la orden, eran iguales en la voluntad. Y lo que es más: ambos eran igualmente ricos. Realmente no poseemos sino una partecita de nosotros mismos; no somos dueños de nuestra fantasía pues no podemos defendernos de un número casi infinito de ilusiones e imaginaciones que nos asaltan; lo mismo se puede decir de la memoria; ¿cuántas veces quisiéramos acordarnos de cosas y no podemos, o al contrario, no recordar otras que no logramos olvidar? En fin, recorred cuanto queráis todo lo que hay en nosotros; no encontraréis ni una partecita de la que seamos dueños: la voluntad sí, la voluntad la poseemos de tal manera que ni el mismo Dios se ha reservado la parte superior de ella y ha dado al hombre el derecho, o de abrazar el mal o de seguir el bien; como mejor le plazca.
San Juan Crisóstomo descubre otro detalle en el pasaje: Más considerad la fe y obediencia de estos discípulos. Hallándose en medio de su trabajo—y bien sabéis cuán gustosa es la pesca—, apenas oyen su mandato, no vacilan ni aplazan un momento su seguimiento. No le dijeron: Vamos a volver a casa y decir adiós a los parientes. No, lo dejan todo y se ponen en su seguimiento, como hizo Eliseo con Elías. Ésa es la obediencia que Cristo nos pide: ni un momento de dilación, por muy necesario que sea lo que pudiera retardar nuestro seguimiento. Al otro que se le acercó y le pidió permiso para ir a enterrar a su padre, no se lo consintió. Con lo que nos da a entender que su seguimiento ha de ponerse por encima de todo lo demás. Y no me digáis que fue muy grande la promesa que se les hacía, pues por eso los admiro yo particularmente. No habían visto milagro alguno del Señor, y, sin embargo, creyeron en la gran promesa que les hacía y todo lo pospusieron a su seguimiento.
Mirad por otra parte cuán puntualmente nos da a entender el evangelista la pobreza de estos últimos discípulos. Los halló, el Señor cosiendo sus redes. Tan extrema era su pobreza, que tenían que reparar sus redes rotas por no poder comprar otras nuevas. Y no es pequeña la prueba de su virtud que ya en eso nos presenta el evangelio: soportan generosamente la pobreza, se ganan la vida con justos trabajos, están entre sí unidos por la fuerza de la caridad. Procurar que todos los hombres entren a gusto en las redes divinas y se amen unos a otros, es tarea de los hijos de Dios.
Lo mismo que el mar es turbulento y amargo, también el siglo, también el mundo de los hombres, está turbado por las amarguras y las contradicciones, sin paz y sin tranquilidad llenándolo todo el temor y el pavor.
Pues bien, dice San Juan XXIII: sobre la vasta extensión de este mundo se extiende la misericordia del Altísimo, para redención de la esclavitud, para la elevación de las más nobles energías; sobre este mundo el Padre celestial ha mandado a su Hijo Unigénito, revestido de la carne humana, para ayudar a todos los hijos del hombre en su esfuerzo’ de resurgir de entre las miserias de aquí abajo y acompañarlos hasta las alturas de la vida eterna.

viernes, 1 de febrero de 2019

QUINCE MINUTOS CON JESUS SACRAMENTADO

QUINCE MINUTOS CON JESUS SACRAMENTADO
No es preciso, hijo mío, saber mucho para agradarme mucho; basta que me ames con fervor. Háblame, pues, aquí sencillamente, como hablarías a tu amigo. Pide mucho, mucho por los demás, no vaciles en pedir; me gustan los corazones generosos que llegan a olvidarse en cierto modo de sí mismos, para atender a las necesidades ajenas. Háblame así, con sencillez, con llaneza, de los pobres a quienes quisieras ayudar, de los enfermos a quienes ves padecer, de los extraviados que quisieras volver al buen camino, de los que sufren y no puedes consolar... Recuérdame que he prometido escuchar toda súplica que salga del corazón; y ¿no ha de salir del corazón el ruego que me diriges por aquellos que tu corazón especialmente ama?
Y para ti, ¿no necesitas alguna gracia? Hazme, si quieres, una lista de tus necesidades, y ven, léela en mi presencia. Dime francamente que sientes soberbia, amor a la comodidad y al regalo; que eres tal vez egoísta, inconstante, negligente, perezoso... ; y pídeme luego que venga en ayuda de los esfuerzos, pocos o muchos, que haces para quitar de ti tales miserias.
No te avergüences, ¡pobre alma! ¡Hay en el cielo tantos justos, tantos Santos de primer orden, que tuvieron esos mismos defectos…! Pero rogaron con humildad...; y poco a poco se vieron libres de ellos.
Ni tampoco vaciles en pedirme bienes espirituales y corporales: salud, memoria, éxito feliz en tus trabajos, negocios o estudios; todo eso puedo darte, y lo doy, y deseo que me lo pidas en cuanto no se oponga, antes favorezca y ayude a tu santificación. Hoy por hoy, ¿qué necesitas? ¿qué puedo hacer por tu bien? ¡Si supieras los deseos que tengo de favorecerte…!
¿Sientes acaso tristeza o mal humor? Cuéntame alma desconsolada, tus tristezas. ¿Quién te hirió? ¿quién lastimó tu amor propio ? ¿quién te ha despreciado? Acércate a mi Corazón, que tiene bálsamo eficaz para curar todas esas heridas del tuyo. Dame cuenta de todo, y acabarás en breve por decirme que, a semejanza de Mí todo lo perdonas, todo lo olvidas, y en pago recibirás mi consoladora bendición.
Échate en brazos de mi providencia. Contigo estoy; aquí, a tu lado me tienes; todo lo veo, todo lo oigo, ni un momento te desamparo.
Cuéntame también lo que ha consolado y agradado a tu corazón. Quizá has tenido agradables sorpresas, quizá has visto disipadas las tentaciones, quizá has recibido alguna muestra de cariño; has vencido alguna dificultad, o salido de algún trance apurado. Obra mía es todo esto, y yo te lo he proporcionado: ¿por qué no has de manifestarme por ello tu gratitud, y decirme sencillamente, como un hijo a su padre: « ¡Gracias, Padre mío, gracias!»? El agradecimiento trae consigo nuevos beneficios, porque al bienhechor le gusta verse correspondido.
¿Tienes alguna Promesa para hacerme? Leo, ya lo sabes, en el fondo de tu corazón. A los hombres se les engaña fácilmente; a Dios, no. Háblame, pues, con toda sinceridad. ¿Tienes firme resolución de no exponerte ya más a aquella ocasión de pecado? ¿de privarte de aquel objeto que te dañó? ¿de no leer más aquel libro que exaltó tu imaginación? ¿de no tratar más a aquella persona que turbó la paz de tu alma ?
¿Volverás a ser dulce, amable y condescendiente con aquella persona a quien, por haberte faltado, has mirado hasta hoy como enemiga?
Ahora, hijo mío; vuelve a tus ocupaciones habituales, al trabajo, a la familia, al estudio... ; pero no olvides los quince minutos de grata conversación que hemos tenido aquí los dos en la soledad del santuario. Guarda cuanto puedas, silencio, modestia, recogimiento, resignación, caridad con el prójimo. Ama a mi Madre, que lo es también tuya, la Virgen Santísima, y vuelve otra vez mañana con el corazón más amoroso, más entregado a mi servicio. En mi Corazón encontrarás cada día nuevo amor, nuevos beneficios, nuevos consuelos.