viernes, 2 de junio de 2017

PENTECOSTÉS. Charla semanal

EJERCICIOS ESPIRITUALES 30

         Probablemente, aún el Espíritu Santo sea el gran desconocido en nuestra vida o, cuando menos, no el gran conocido, siendo el que habita en nuestras almas.
Hoy, próximos a celebrar Pentecostés, le pedimos que nos ayude a contemplarlo. Él, que ha sido durante estos Ejercicios el artífice de nuestra santificación, puesto que los Ejercicios son la obra del Espíritu Santo en nosotros. Si queremos tener vida espiritual, tenemos que dejar que el que nos habita, trabaje.
         Pedimos sentir y gustar la presencia del Espíritu de Dios en la Iglesia y en mi vida. Abrirme a sus dones transformadores, que cambian mi corazón y me fortalecen durante el camino. Tener disponibilidad, apertura, docilidad…
         Leemos el pasaje que nos narra Hch 2,1-11: “Estando todos juntos en un lugar, se produjo de repente un ruido proveniente del cielo como el de un viento que sopla impetuosamente, que invadió toda la casa… Aparecieron, como divididas, lenguas de fuego, que se posaron sobre cada uno de ellos, quedando todos llenos del Espíritu Santo; y comenzaron a hablar en lenguas extrañas, según que el Espíritu les otorgaba expresarse”.
         Ya Cristo en la cruz, traspasado por nuestros pecados, entregó el Espíritu. Algunos autores interpretan ese espíritu con minúscula, como que entregó la vida. Pero otros lo interpretan y lo entienden con mayúscula, como que nos entregó el Espíritu Santo.  Con la muerte de Cristo comienza la vida del Espíritu. El mismo Jesús permanece con nosotros por medio del Espíritu Santo.
         Se representa al Espíritu Santo como un viento que sopla impetuosamente y luego como lenguas de fuego. Por medio del viento y del fuego, elementos de la naturaleza familiares al hombre, nos acercamos a la acción del Espíritu en nosotros. El Espíritu da forma y contenido a nuestra vida. Penetra en lo más hondo de nuestro corazón para destruir y arrancar las malas hierbas, las malas inclinaciones, los malos pensamientos y deseos; y para edificar y plantar las obras del Espíritu: las obras de caridad, de humildad, la obra de nuestra santificación.
Bajo el influjo del Espíritu Santo madura y se refuerza nuestra vida interior. A nosotros nos toca ser dóciles. Un cristiano maduro es el que va viviendo a impulsos del Espíritu Santo. Él hace fácil lo que para nosotros es difícil. Él nos hace digerir incluso las cosas difíciles que nos pide Dios en nuestra vida, aquello que no entendemos y que nos cuesta aceptar. Basta pedirle su intervención y ser dóciles: dejarnos guiar, dejarnos llevar por Él.
         Cuando uno vive entregado a Dios, Dios nos entrega su Espíritu.
         El Espíritu Santo es la entraña misma de nuestro ser, es el alma de nuestra alma.
Sin el Espíritu Santo, todo nos acabará cansando y desgastando.
         Si no estamos dispuestos a morir a nosotros mismos, matamos la vida del Espíritu. Él es el motor de arranque y sin Él mi vida no se mueve.
         Él modela nuestra alma según como somos cada uno, con nuestra psicología particular, con nuestro carácter peculiar, con la configuración que Dios nos ha concedido a cada uno. Por eso el camino de santidad de cada uno es único e irrepetible. El Espíritu Santo no trabaja en nosotros en serie. Santo Cura de Ars no hay más que uno. Santa Madre Teresa de Calcuta no hay más que una. Somos irrepetibles y especiales cada uno para Dios y el Espíritu Santo se empeña y se recrea en cada uno. Por eso no debemos tirar la toalla cuando vemos las virtudes y dones con que Dios ha enriquecido a los santos. El vernos lejos de ellos no es ni más ni menos que el no dejar que su gracia actúe en nosotros, porque la riqueza de sus dones no se agota y Él tiene para mí los que sólo yo necesito y Él sabe bien de lo que yo tengo necesidad. Por eso a veces la mejor oración es: Dame tu gracia, dame lo que sabes que necesito para mi santificación.
Dice San Pablo en su carta a los Romanos: “El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; más el mismo Espíritu aboga por nosotros con gemidos inenarrables, y el que escudriña los corazones conoce cuál es el deseo del Espíritu, porque intercede por los santos según Dios”.
Es cierto que a veces soñamos con santidades rápidas. Y la acción de Dios no funciona así. La obra de la santidad es lenta. Dios se toma su tiempo para cada cosa. Pensemos en la vida de Jesús: esperó 30 años antes de comenzar su obra apostólica.
         Entremanos nos traemos la obra de Dios y hay que dejarle que la haga a su manera: en nosotros y en el mundo, confiando en que el Espíritu está presente y obra según los designios de Dios.
Tenemos que aprender a escucharle, porque Él nos susurra: sus inspiraciones son suaves. Hay que estar atentos, orar y escuchar, pedirle humildemente su gracia y saber esperarla, porque Él, a su debido tiempo, nos la dará. Mientras tanto nos toca ser humildes y bregar con nuestras imperfecciones y pecados, pero dejándonos amasar por Él.
         Roguemos a la Santísima Virgen que nos mantenga preparados y expectantes para que, como viento impetuoso y fuego abrasador, irrumpa en nuestras vidas.

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