viernes, 26 de mayo de 2017

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR. Charla semanal

EJERCICIOS ESPIRITUALES 29
         Contemplamos hoy la Ascensión del Señor en Lc 24,50-53 y Hch 1,4-11. Apenas unos versículos nos lo describen: “Los llevó hasta cerca de Betania, y levantando sus manos, les bendijo, y mientras los bendecía se alejaba de ellos y era llevado al cielo. Ellos se postraron ante Él y se volvieron a Jerusalén con grande gozo. Y estaban de continuo en el templo bendiciendo a Dios”.
         En los Hechos de los Apóstoles se nos dirá que esto ocurrió en un monte llamado Olivete, el monte de los Olivos. Todos los años, en la víspera de la fiesta de la Ascensión, la cima de este monte se ve inundada de alegría. Cientos de cristianos suben a festejar el triunfo definitivo de Cristo, su marcha gloriosa a los cielos. Las laderas del monte se pueblan de cientos de tiendas de campaña para pasar la noche, de altares improvisados para las celebraciones. Arden hogueras en torno a un templete que fue hace tiempo una iglesia cristiana y que hoy es mezquita musulmana. Y a medianoche se ilumina con cánticos, incienso y diversas liturgias cristianas, aunque no todas católicas, que entrecruzan sus plegarias. En todos hay una conciencia: en este sitio, según la tradición, subió el Señor a los cielos, alejándose a la vista de los suyos.
         Pidamos que Jesús, exaltado a la derecha del Padre, nos llene de gozo y que, por medio de su Espíritu, acojamos el último encargo que nos hace: ser sus testigos, hacer presente su presencia y su obra en medio de los hombres hasta que Él vuelva.
         En este Misterio contemplamos toda la vida de Jesús, una vida gastada en amor y servicio a los hombres. Éste es el último gesto de amor que tuvo con nosotros. Su venida al mundo fue por amor, y una vez cumplido su propósito, vuelve de donde ha venido, es decir, a su Padre, el que le ha enviado. Por amor a su Padre y a los hombres viene, y por amor se va, y así entra en la gloria del Padre y está a su derecha. Así se cumple la visión del profeta Daniel, cuando dice: “A Él se le dio el imperio, el honor y el reino y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron y su dominio es dominio eterno, que no acabará y su imperio nunca desparecerá”.
         Donde ha llegado la Cabeza, que es Él, se espera que también llegue el Cuerpo, que es la Iglesia, que somos nosotros.

         Vemos en la narración de Lucas, que levantando las manos, los bendijo. Esto lo hace Jesús como sacerdote de la nueva Alianza, bendice a aquellas que ha redimido con su muerte y resurrección. Con esta bendición nos llena de sus dones.
         Como respuesta, ellos se postraron ante Él. Es el gesto de la comunidad que adora a su Señor, que le contempla, que le escucha, que le acoge.
Ante Dios, el modo de estar de un judío es tumbado, postrado en tierra, que es la postura de la humildad que le corresponde ante su Dios.
El cuerpo afecta mucho a lo espiritual. La relación cuerpo espíritu es completamente esencial. Por eso, cuando estamos cansados, cuando tenemos dolor…, la oración nos cuesta, porque nuestro cuerpo pesa mucho en nuestra relación con Dios.
Jesús ascendió en cuerpo y alma a los cielos y con nosotros se ha quedado en la Eucaristía en cuerpo, alma, sangre y divinidad, que es lo que le ofrecemos al Padre al rezar en cada Coronilla, pues es la ofrenda más agradable a Dios.
         Termina diciendo el relato de Lucas que se volvieron a Jerusalén con alegría. Vuelven a su vida con un gozo sentido y experimentado, fruto del verdadero encuentro con Cristo resucitado. ¡Qué diferente actitud de la que tenían tras la muerte de Cristo, en la que estaban escondidos, llenos de miedo, porque aún no habían tenido la experiencia de la Resurrección! Por eso nosotros, después de haberlo contemplado, de haberlo saboreado y gustado en nuestro corazón, no podemos ser los mismos. Debemos volver a la vida ordinaria, sí, con los mismos defectos, sí, con las mismas o más dificultades, pero con un gozo interior de saber que Cristo está con nosotros, resucitado, vivo, lleno de fuerza y con la promesa de que se quedará con nosotros hasta el fin. Con la certeza de que el bien es más fuerte que el mal, que la victoria de Cristo triunfa sobre el mal y sobre el pecado.

         Si pasamos a la lectura de los Hechos de los Apóstoles, escuchamos la pregunta que sus discípulos le hace: ¿es ahora cuando vas a restablecer el reino de Israel? Todavía no han entendido bien, siguen esperando un reino humano, un triunfo terreno, que colme sus expectativas humanas, sus deseos de gloria humana. Pero Cristo tiene paciencia, les irá reconduciendo con suavidad, como hizo con los discípulos de Emaús, a fin de que vayan entendiendo su camino.
Lo mismo hace con nosotros, en nuestra vida: nos va reconduciendo, a través de las circunstancias, a través de la oración. El camino hacia el cielo no es en línea recta, tiene recovecos, curvas, bajadas, subidas, pero lo importante es dejarnos reconducir y no dejarnos llevar por nuestra brújula humana, que falla continuamente, sino dejar que la iniciativa la tome Dios.
         Jesús les dice: No os toca a vosotros conocer los tiempos y los momentos que el Padre ha fijado en virtud de su poder; pero recibiréis el poder del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta el extremo de la tierra”.
Ésta es una invitación a la confianza, a dejarnos en sus manos, a abandonarnos a sus planes a través de circunstancias muchas veces desconcertantes, a confiar en la gran promesa: recibiremos la fuerza del Espíritu, que es apoyo de nuestra vida, aliento en nuestro camino. El Espíritu Santo vendrá, de parte del Señor, a enseñárnoslo todo, también lo que se nos olvida, a hacernos comprender lo  que por nuestras capacidades no podemos, a enseñarnos a cumplir la Voluntad de Dios. Él está continuamente trabajando en nosotros. Dejemos que transforme nuestro corazón.

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