viernes, 16 de febrero de 2018

EL LADO MÁS HUMANO DE SANTA FAUSTINA. DIARIO DE SANTA FAUSTINA 18


DIARIO DE SANTA FAUSTINA 18
EL LADO MÁS HUMANO DE SANTA FAUSTINA
Durante la renovación de nuestros votos vi al Señor Jesús con una túnica blanca y un cinturón de oro, y en la mano tenía una espada terrible.  Eso duró hasta el momento en que las hermanas comenzaron a renovar los votos.  Súbitamente vi una claridad inconcebible y delante de esa claridad una nube blanca en forma de balanza.  En aquel momento se acercó el Señor Jesús y puso la espada sobre uno de los platillos y éste con todo aquel peso, bajó hasta la tierra y faltó poco para que la tocara completamente.  Justo entonces las hermanas terminaron de renovar los votos.  De repente vi a los ángeles, que de cada una de las hermanas tomaron algo en un recipiente de oro, con forma como de un incensario.  Cuando lo recogieron de todas las hermanas y pusieron el recipiente en el segundo platillo, éste prevaleció sobre el primero, en el cual había sido puesta la espada.  En aquel momento, del incensario salió una llama que alcanzó la claridad.  En seguida oí una voz desde la claridad: Reponed la espada en su lugar, la ofrenda es mayor.  Entonces Jesús nos dio a todos una bendición y todo lo que yo veía desapareció.  Las hermanas empezaron a recibir la Santa Comunión y mi alma fue inundada de un gozo tan grande que no logro describirlo.
En esta visión de Faustina, una vez más alcanzamos a comprender el valor de nuestro ofrecimiento a Dios, de nuestro vivir cada día según su Voluntad, porque esto agrada mucho a Dios y le compensa por todo el mal que hay en el mundo y hace que prevalezca para todos su misericordia ante su justicia.

A continuación, con este relato, vamos a ver el lado más humano de Faustina:
Mi madre estaba gravemente enferma y ya cerca de la muerte, y me pidió visitarla porque deseaba verme una vez más antes de morir. En aquel momento se despertaron todos los sentimientos de mi corazón.  Como una niña que amaba sinceramente a su madre, deseaba ardientemente cumplir su deseo, pero deje a Dios la decisión y me abandoné plenamente a su voluntad; sin reparar en el dolor del corazón, seguía la voluntad de Dios.  En la mañana del día de mi cumpleaños, 15 de febrero, la Madre Superiora me entregó otra carta de mi familia y me dio el permiso de ir a la casa familiar para cumplir el deseo y la petición de mi madre moribunda.  En seguida empecé a prepararme para el viaje y ya al anochecer salí de Vilna.  Toda la noche la ofrecí por mi madre gravemente enferma, para que Dios le concediera la gracia de que los sufrimientos que estaba pasando no perdieran nada de su mérito.
Durante el viaje tuve una compañía muy agradable, ya que en el mismo compartimento viajaban algunas señoras pertenecientes a una asociación religiosa Mariana. Sentí que una de ellas sufría mucho y que en su alma se desarrollaba una lucha encarnizada.  Comencé a rezar mentalmente por ella.  A las once las demás señoras pasaron al otro compartimento para conversar, mientras nosotras nos quedábamos solas.  Sentía que mi plegaria había provocado en ella una lucha aún mayor.  Yo no la consolaba sino que rezaba con más ardor.  Por fin, esa alma se dirigió a mí y me pidió que le dijera si ella tenía la obligación de cumplir cierta promesa hecha a Dios.  En aquel momento conocí dentro de mí qué promesa era y le contesté: Usted está absolutamente obligada a cumplir esta promesa, porque de lo contrario será infeliz durante toda su vida.  Este pensamiento no la dejará en paz.  Sorprendida de esa respuesta reveló delante de mi toda su alma.
Era una maestra, que antes de examinarse hizo a Dios la promesa de que si aprobaba los exámenes se dedicaría al servicio de Dios, es decir, entraría en un convento.  Pero después de aprobar muy bien los exámenes se había dejado llevar por el torbellino del mundo y no quería entrar en el convento y la conciencia no le dejaba en paz, y a pesar de las distracciones se sentía siempre descontenta.
Tras una larga conversación, esa persona se fue completamente cambiada y dijo que inmediatamente emprendería gestiones para ser recibida en un convento.  Me pidió que rogara por ella; sentí que Dios no le escatimaría sus gracias.

Por la mañana llegué a Varsovia, y a las 8 de la noche ya estaba en casa.  Es difícil describir la alegría de mis padres y de toda la familia.  Mi madre mejoró un poco, pero el médico no daba ninguna esperanza para su restablecimiento completo.  Después de saludarnos, nos arrodillamos todos para agradecer a Dios por la gracia de podernos ver todos una vez más en la vida.
Al ver cómo rezaba mi padre me avergoncé mucho, porque yo después de tantos años en el convento, no sabía rezar con tanta sinceridad y tanto ardor.  No dejo de agradecer a Dios por los padres que tengo.
Cómo ha cambiado todo en estos 10 años, todo es desconocido:  el jardín era tan pequeño y ahora es irreconocible, mis hermanos y hermanas eran todavía pequeños y ahora no los reconozco, todos mayores…
Stasio me acompañaba a la iglesia todos los días.  Sentía que aquella querida alma era muy agradable a Dios.  El ultimo día, cuando ya no había nadie en la iglesia, fui con él delante del Santísimo Sacramento y rezamos juntos el Te Deum.  Tras un instante de silencio ofrecí esta querida alma al dulcísimo Corazón de Jesús.  ¡Cuánto pude rezar en esta iglesia!  Recordé todas las gracias que en este lugar había recibido y que en aquel tiempo no comprendía y a menudo abusaba de ellas; y me sorprendí yo misma de cómo había podido ser tan ciega.  Mientras reflexionaba y lamentaba mi ceguera, de repente vi al Señor Jesús resplandeciente de una belleza inexpresable que me dijo con benevolencia: Oh elegida Mía, te colmaré con gracias aún mayores para que seas testigo de Mi infinita misericordia por toda la eternidad.
Aquellos días en casa se me pasaron entre mucha compañía porque todos querían verme y decirme algunas palabras.  Muchas veces conté hasta 25 personas.  Les interesaban mis relatos sobre la vida de los santos.  Me imaginaba que nuestra casa era una verdadera casa de Dios, porque cada noche se hablaba en ella solo de Dios.  Cuando, cansada de relatar y deseosa de la soledad y del silencio, me apartaba por la noche al jardín para poder hablar con Dios a solas, ni siquiera conseguía esto, ya que venían en seguida mis hermanos y me llevaban a casa y tenía que seguir hablando, con todos los ojos clavados en mí.  Pero logré encontrar el modo de tomar aliento: pedí a mis hermanos que cantasen para mí, porque tenían bellas voces y además uno tacaba el violín y otro la mandolina, y así en ese tiempo podía dedicarme a la oración interior sin evitar su compañía.
Me costó mucho el tener que besar a los niños.  Venían las vecinas con sus niños y me pedían que los tomara al menos un momento en brazos y les diera un beso.  Consideraban eso como un gran favor y para mí era una ocasión para ejercitarme en la virtud, porque más de uno estaba bastante sucio, pero para vencerme y no mostrar aversión, a aquellos niños sucios les daba dos besos.  Una vecina trajo a su niño enfermo de los ojos, los cuales estaban llenos de pus y me dijo: Hermana, tómalo en brazos un momento.  La naturaleza sentía aversión, pero sin reparar en nada, tomé en brazos y besé dos veces los purulentos ojos del niño y pedí a Dios por la mejoría.  Tuve muchas ocasiones para ejercitarme en la virtud.  Escuché a todos que me contaban sus quejas y advertí que no había corazones alegres, porque no había corazones que amaran sinceramente a Dios, y no me sorprendía nada.
Me afligí mucho de que no pudiera ver a dos de mis hermanas.  Sentí interiormente en qué gran peligro se encontraban sus almas.  El dolor estrechó mi corazón sólo al pensar en ellas.  Una vez, al sentirme muy cerca de Dios, pedí ardientemente al Señor la gracia para ellas y el Señor me contestó: Les concedo, no solamente las gracias necesarias, sino también las gracias particulares.  Comprendí que el Señor las llamaría a una más estrecha unión Consigo.  Me alegro enormemente de que en nuestra familia reine el amor tan grande.

Cuando me despedí de mis padres y les pedí su bendición, sentí el poder de la gracia de Dios que fluyó sobre mi alma.  Mi padre, mi madre y mi madrina, entre lágrimas, me bendijeron y me pidieron que no olvidara nunca las numerosas gracias que Dios me había concedido llamándome a la vida consagrada.  Pidieron mis oraciones. A pesar de que lloraban todos, yo no derramé ni una sola lagrimita; traté de ser valiente y los consolé a todos como pude, recordándoles el cielo y que allí no habría más separaciones.  Stasio me acompaño al automóvil; le dije cuánto Dios ama a las almas puras; le aseguré que Dios estaba contento con él.  Mientras le hablaba de la bondad de Dios y de cómo Dios piensa en nosotros, se puso a llorar como un niño pequeño y yo no me sorprendí porque es un alma pura, pues conoce a Dios fácilmente.

Cuando me subí al coche, desahogué mi corazón y también me puse a llorar de alegría como una niña, porque Dios concedía tantas gracias a mi familia y me sumergí en una oración de agradecimiento.

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