viernes, 15 de febrero de 2019

LAS BIENAVENTURANZAS. charla semanal

LAS BIENAVENTURANZAS
Cuenta el Evangelio de San Lucas, que una mañana bajó Jesús de una colina situada cerca del lago de Galilea. Caminaba solo, pero a unos pocos metros le seguía una multitud de personas: gente de Galilea, de Jerusalén, de Judea y del otro lado del Jordán. Ellos como nosotros, veintiún siglos más tarde, buscaban en el Señor a alguien que les orientase, que les ayudase a volar alto, a superar sus miserias y colmar sus deseos.
Él bajó del monte y sentándose, levantó los ojos hacia sus discípulos y esto quiere decir que encendió la luz interiormente en sus corazones para que pudieran entender sus palabras.
En lo alto del monte, había estado previamente orando y después eligiendo a sus apóstoles. El Señor realiza acciones muy importantes durante su vida en lo alto de un monte: ora, se transfigura, muere en la cruz, asciende a los Cielos… En la cima, nos muestra mejor su intimidad con Dios Padre.
Para llegar a la cima hay que subir, y siempre subir cuesta esfuerzo. A nosotros también nos cuesta prepararnos para la oración, pararnos a meditar, sacar un tiempo del día para hablar con Dios, buscar la soledad. Pero una vez lograda la calma interior, nos elevaremos por encima de nuestros problemas diarios y, como desde lo alto de una montaña, podremos ver más lejos y más profundamente.
Además, necesitamos la soledad y el silencio porque Dios habla en voz baja.
Vemos también que Jesús se sentó para revelarles las bienaventuranzas. Cuando un rabino se sentaba, quería indicar que estaba a punto de enseñar algo muy importante.
A su alrededor estaban los discípulos y mucha más gente, pero realmente sólo quienes le rodeaban de cerca, pudieron apreciar cada gesto, cada sonrisa de Jesús, cada entonación con la que pronunciaba su discurso.
Así nosotros tenemos la posibilidad de escuchar sus bienaventuranzas con varias actitudes:
Desde lejos, oyéndolas sin más, como las oirían los que se encontraban en los grupos más alejados, perdiendo quizá el hilo y el mensaje que Jesús les quería transmitir.
O bien aproximándonos al Maestro, escogiendo un lugar cercano, fijando nuestra mirada en Él sin distracciones, sentándonos entre sus escogidos los Apóstoles, para aprender junto a ellos algo nuevo para nuestra vida.
Y abriendo su boca les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios.
Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados.
Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis.
Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo.
Con estas bienaventuranzas, Jesús pretende renovar a sus discípulos. Y son ahora el plan de Jesús para nosotros. Sabemos que contienen el secreto de esa felicidad que no logramos apagar con las satisfacciones diarias.
San Lucas puso tan sólo cuatro bienaventuranzas, San Mateo ocho; pero en estas cuatro se comprenden las ocho. Lucas puso cuatro bienaventuranzas, representando las cuatro virtudes cardinales.
La pobreza es la primera de las bienaventuranzas y la dicen igualmente los dos evangelistas y es la primera de todas y como la madre de las demás virtudes; porque el que desprecie las cosas del mundo merecerá las eternas y no puede nadie alcanzar la gloria, si poseído del amor del mundo no llega a desprenderse de él. Por eso: bienaventurados los pobres.
Ahora bien, hay muchos pobres de bienes pero que son muy avaros por el deseo de poseer; a éstos no los salva la pobreza. Es bienaventurado el pobre que imita a Jesucristo, quien quiso sufrir la pobreza por nuestro bien; porque el mismo Señor todo lo hacía para manifestarse como nuestro modelo y podernos conducir a la salvación eterna.
Y como el reino de los cielos se alcanza por grados, el primero por el que hemos de pasar es el de la pobreza; por esto Jesucristo eligió sus primeros discípulos de entre los pobres.
Esa pobreza que nos hace sintonizar con Dios cuando nos desposeemos de todo apego a las cosas de este mundo: a las personas, a los bienes, a los deseos personales, a nuestra manera de pensar, de querer hacer las cosas… ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si se pierde a sí mismo? Así, nuestra manera de no perdernos es situarnos ante el Sagrario, con el alma en gracia, para sintonizar con Dios, para enamorarnos de Él, para sentir como Él siente, para desear lo que Él desea, para amar al prójimo como Él lo ama, para ser su prolongación en el mundo.
Es necesario vaciarnos de todo lo negativo para llenar junto a Él nuestra vida de ideales, entusiasmarnos con objetivos que nos ayuden a estirarnos para dar más, crecer con empeño para sacar lo mejor de nosotros mismos.
Una vez proclamada la bienaventuranza de la pobreza y para que calase en el corazón de los hombres que le escuchaban, seguramente Jesús hizo una pausa y así continuaría con las demás bienaventuranzas. Y cuando llega a decirles: bienaventurados los que lloráis, porque reiréis…, muchos levantarían la cabeza porque no eran felices, porque estaban oprimidos, porque habían dejado todo para seguirle, porque querían ser curados de enfermedades, o librarse de una situación injusta, o cambiar de vida, o recuperar su esperanza en Dios. Y se preguntaban y nos seguimos preguntando:
¿Cómo puede desear el Señor que lloremos o que suframos?
¿Quién no ha llorado alguna vez por una enfermedad, un problema en su familia, un amor no correspondido, una cantidad de experiencias que arrojan sombra sobre nuestra vida?
El Señor indica ahora un camino a los que lloran, el camino de la bienaventuranza.
El escritor Lewis interpretaba esos momentos de dolor, físico o interior, como una llamada fuerte de Dios. Dios nos susurra en nuestros placeres, decía, nos habla en nuestra conciencia, pero nos grita en nuestro dolor, el dolor es su megáfono para despertar a un mundo sordo.
Y es verdad, a través del dolor y en medio del sufrimiento podemos y debemos encontrar a Dios.
Aun así, Dios no desea ni provoca nuestro dolor. Él está para acompañarnos en el momento de la prueba, no nos abandona nunca.
Cristo nos llama mientras nuestros ojos lloran y nos pide que dejemos nuestros problemas en sus manos.
No podemos permanecer tristes ante el sufrimiento, porque la tristeza llama al pecado, al desaliento, al abandono de Dios.
Con la ayuda de Dios hay que seguir luchando, porque lo que antes no era posible solos, ahora sí lo es con la ayuda de Dios y con muy poco esfuerzo por nuestra parte. Él sólo quiere que alarguemos el brazo para que agarremos el suyo. Esto es un primer paso para liberarnos del dolor, para mirar con otros ojos a quienes nos rodean y dejar de echarles la culpa de nuestro sufrimiento.
En fin, debemos sentarnos muy cerca del Señor para escuchar una vez más sus bienaventuranzas, dichas hoy para nosotros, para darnos esperanza, para abrirnos un camino, para iluminar nuestra conciencia. Pidamos a María que nos ilumine y enseñe, Ella que es la Bienaventurada.

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