viernes, 8 de febrero de 2019

LA LLAMADA DE LOS PRIMEROS DISCIPULOS.


LA LLAMADA DE LOS PRIMEROS DISCIPULOS

Una vez que la gente se agolpaba en torno a él para oír la palabra de Dios, estando él de pie junto al lago de Genesaret, 2 vio dos barcas que estaban en la orilla; los pescadores, que habían desembarcado, estaban lavando las redes. 3 Subiendo a una de las barcas, que era la de Simón, le pidió que la apartara un poco de tierra. Desde la barca, sentado, enseñaba a la gente. 4 Cuando acabó de hablar, dijo a Simón: «Rema mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca». 5 Respondió Simón y dijo: «Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada; pero, por tu palabra, echaré las redes». 6 Y, puestos a la obra, hicieron una redada tan grande de peces que las redes comenzaban a reventarse. 7 Entonces hicieron señas a los compañeros, que estaban en la otra barca, para que vinieran a echarles una mano. Vinieron y llenaron las dos barcas, hasta el punto de que casi se hundían. 8 Al ver esto, Simón Pedro se echó a los pies de Jesús diciendo: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador». 9 Y es que el estupor se había apoderado de él y de los que estaban con él, por la redada de peces que habían recogido; 10 y lo mismo les pasaba a Santiago y Juan, hijos de Zebedeo, que eran compañeros de Simón. Y Jesús dijo a Simón: «No temas; desde ahora serás pescador de hombres». 11 Entonces sacaron las barcas a tierra y, dejándolo todo, lo siguieron. (Lc 5,1-11)

         Cristo elige por apóstoles a unos pescadores. En aquel tiempo había rabinos, que eran personas con un cierto nivel de sabiduría, que se dedicaban a la enseñanza. Si Cristo deseaba hacer llegar su doctrina de una manera segura y eficaz a las futuras generaciones, hubiera sido más lógico elegir a este tipo de personas cultas y formadas. Pero no, elige a pescadores, cuya única cultura era la del mar.
Por eso dirá San Pablo: Fijaos, hermanos, en vuestra asamblea; no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas; todo lo contrario, lo necio del mundo lo ha escogido Dios para humillar a los sabios; lo débil del mundo lo ha escogido Dios para humillar al fuerte. Aún más, ha escogido la gente baja del mundo, lo despreciable, lo que no cuenta, para anular a lo que cuenta.
         Dice San Agustín:
Si para dar comienzo a su obra, Cristo hubiera elegido un orador, el orador hubiera dicho: «He sido elegido en consideración a mi elocuencia». Si hubiera escogido a un senador, el senador hubiera dicho: «He sido escogido en atención a mi dignidad». Finalmente, si primeramente hubiera elegido a un emperador, el emperador hubiera dicho: «He sido elegido en consideración a mi poder».
Dame —dice— ese pescador, dame a ese ignorante, dame ese analfabeto, dame a ese con quien no se digna hablar el senador: dame a ese. Y cuando le haya colmado de mis dones, quedará patente que soy yo quien actúo. Puede el senador gloriarse de sí mismo, y lo mismo el orador y el emperador: en cambio el pescador sólo puede gloriarse en Cristo.

El monje Ludolfo de Sajonia nos dice:
Pedro se lanza con humildad a las rodillas de Jesús. Le reconoce su Señor y le dice: “Retírate de mí, Señor, que soy un hombre pecador” y yo no soy digno de estar en tu compañía. Retírate de mí, pues yo sólo soy un hombre y tú eres el Dios-Hombre, yo soy pecador y tú eres santo, yo el servidor y tu Señor. Una distancia te separa de mí, que estoy separado de ti por la fragilidad de mi naturaleza, la vileza de mis faltas y la debilidad de mi poder
La humildad es una fuerza de atracción, y para atraer a los otros es bueno saber no gloriarse en uno mismo.

         San Francisco de Sales se fija en otro aspecto del pasaje:
Me preguntará alguno que por qué hay que renunciar a todo. Que los que nada tienen, o muy poco, a qué pueden renunciar. Yo les diré que está claro que el que tiene poco, deja poco y el que tiene mucho deja mucho. San Pedro, que era un simple pescador, abandonó sus redes, poca cosa; San Mateo, que era un rico banquero, dejó su gran fortuna; pero los dos obedecieron igualmente a la orden, eran iguales en la voluntad. Y lo que es más: ambos eran igualmente ricos. Realmente no poseemos sino una partecita de nosotros mismos; no somos dueños de nuestra fantasía pues no podemos defendernos de un número casi infinito de ilusiones e imaginaciones que nos asaltan; lo mismo se puede decir de la memoria; ¿cuántas veces quisiéramos acordarnos de cosas y no podemos, o al contrario, no recordar otras que no logramos olvidar? En fin, recorred cuanto queráis todo lo que hay en nosotros; no encontraréis ni una partecita de la que seamos dueños: la voluntad sí, la voluntad la poseemos de tal manera que ni el mismo Dios se ha reservado la parte superior de ella y ha dado al hombre el derecho, o de abrazar el mal o de seguir el bien; como mejor le plazca.
San Juan Crisóstomo descubre otro detalle en el pasaje: Más considerad la fe y obediencia de estos discípulos. Hallándose en medio de su trabajo—y bien sabéis cuán gustosa es la pesca—, apenas oyen su mandato, no vacilan ni aplazan un momento su seguimiento. No le dijeron: Vamos a volver a casa y decir adiós a los parientes. No, lo dejan todo y se ponen en su seguimiento, como hizo Eliseo con Elías. Ésa es la obediencia que Cristo nos pide: ni un momento de dilación, por muy necesario que sea lo que pudiera retardar nuestro seguimiento. Al otro que se le acercó y le pidió permiso para ir a enterrar a su padre, no se lo consintió. Con lo que nos da a entender que su seguimiento ha de ponerse por encima de todo lo demás. Y no me digáis que fue muy grande la promesa que se les hacía, pues por eso los admiro yo particularmente. No habían visto milagro alguno del Señor, y, sin embargo, creyeron en la gran promesa que les hacía y todo lo pospusieron a su seguimiento.
Mirad por otra parte cuán puntualmente nos da a entender el evangelista la pobreza de estos últimos discípulos. Los halló, el Señor cosiendo sus redes. Tan extrema era su pobreza, que tenían que reparar sus redes rotas por no poder comprar otras nuevas. Y no es pequeña la prueba de su virtud que ya en eso nos presenta el evangelio: soportan generosamente la pobreza, se ganan la vida con justos trabajos, están entre sí unidos por la fuerza de la caridad. Procurar que todos los hombres entren a gusto en las redes divinas y se amen unos a otros, es tarea de los hijos de Dios.
Lo mismo que el mar es turbulento y amargo, también el siglo, también el mundo de los hombres, está turbado por las amarguras y las contradicciones, sin paz y sin tranquilidad llenándolo todo el temor y el pavor.
Pues bien, dice San Juan XXIII: sobre la vasta extensión de este mundo se extiende la misericordia del Altísimo, para redención de la esclavitud, para la elevación de las más nobles energías; sobre este mundo el Padre celestial ha mandado a su Hijo Unigénito, revestido de la carne humana, para ayudar a todos los hijos del hombre en su esfuerzo’ de resurgir de entre las miserias de aquí abajo y acompañarlos hasta las alturas de la vida eterna.

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