viernes, 25 de noviembre de 2016

EL INFIERNO. Meditación semanal

  Hoy vamos a meditar sobre el Infierno, para culminar el proceso de las meditaciones sobre el pecado. Pero en los Ejercicios de San Ignacio, el infierno no se contempla como condenación eterna, sino como el sufrimiento temporal en el que nos sumerge el pecado: los infiernos que he padecido en mi vida fruto de malas decisiones; las noches de tristeza en las que me ha sumido el pecado; las tinieblas fruto de ese separarme de Dios.
         Dice San Pablo en Ro 6,23: El salario del pecado es la muerte, pero el don de Dios es la vida eterna en Nuestro Señor Jesucristo.
La muerte es la desolación, el fracaso, la tristeza… Y si esta situación perdura, entonces se puede anquilosar y terminar en una segunda muerte y ésta sí es eterna.
         El pecado en nuestra vida lo tenemos que afrontar desde la confianza en el amor de Dios, que nunca me lo retira y por eso tengo que estar agradecida a Dios, que sigue haciendo su obra en mí y su salvación siempre en mi alma.
         Por eso sigue diciendo San Pablo en Ro 8: No hay, pues, ya condenación alguna para los que son de Cristo Jesús, porque la ley del espíritu de vida me libró de la ley del pecado y de la muerte.
No hay, pues, ninguna condenación que pese en los que viven en Cristo Jesús.
         Vamos a pedir a Jesucristo varias gracias y dones en esta meditación:
Poder experimentar y sentir el pecado en su dimensión eterna. Sentir lo que es estar condenado para siempre. Lo que es perder la vocación al amor y al servicio para el que he sido creado. Sentir la frustración de fracaso, que acaba en muerte, como consecuencia de una vida sin Dios, sin Cristo, sin amor.
Experimentar y sentir la fragilidad de mi libertad. Yo soy capaz de crear infiernos en mi vida y en la de los demás. Como peregrino sobre esta tierra, debo aceptar humildemente que el infierno puede surgir de mi corazón, del centro de mi ser.
         Experimentar y sentir la salvación con que Dios ha envuelto mi vida. Si a Jesús le llamamos Salvador, es preciso saber de qué nos salva. Nada menos que del infierno, de lo incomprensible, de la tiniebla, del mundo al revés, de todo lo contrario al amor.
         Y  todo esto, para que si del amor del Señor eterno me olvido por mis faltas, al menos el temor  a las penas me ayude para no vivir en pecado. Y para revivir y renovar mi fe en la alianza de Dios con el hombre, para afirmarme y consolidarme en el camino de la verdadera vida. Para comprender la pobreza y pequeñez de mi vida abandonada a mis propias fuerzas. Para percibir la debilidad y fragilidad de mi amor, que puede fallar. Para sentir más profundamente el agradecimiento de lo que Cristo ha hecho por mí, salvándome del pecado, experimentando así que donde abundó el pecado, mi pecado, sobreabundó la gracia y la misericordia.
         Repasar las situaciones de mi vida en las que he probado la amargura del sufrimiento sin ningún consuelo. Sufrimiento físico, sufrimiento psíquico… De esas situaciones me ha traído y me ha rescatado Cristo. Y si me aparto de Él, yo misma me estaré provocando situaciones de infierno; infierno que es todo lo que es contrario al amor, consecuencia de la dureza del corazón de los hombres.
Sólo la experiencia de Cristo nos permite vivir en sosiego las situaciones de sufrimiento, infiernos injustos que ni siquiera nosotros nos buscamos.
         Agradecer a Dios todo lo que ha hecho por mí. Renovar mi fe. No fiarme de mis propias fuerzas. Hay muchas cosas que me seducen en el mundo y me apartan del proyecto de Dios. Separada de Él sólo puedo morder el fracaso. El hombre sin Dios, antes o después encuentra su perdición.
         Mi salvación le ha costado mucho a Dios, ha pagado por ella un precio altísimo. Debo estarle eternamente agradecida. El corazón tiene ojos, oído, gusto… Tenemos cinco sentidos exteriores, pero también otros cinco interiores. Son los sentidos de mi corazón y a través de ellos tengo que gustar a Dios. Hasta que mi corazón no se entere de Dios, hasta que no lo vea, hasta que no lo oiga, hasta que no lo guste, hasta que no lo huela, hasta que no lo toque…, no puedo madurar cristianamente.
Todas estas meditaciones las tengo que hacer delante de Él, gustándole a Él, sintiéndolo a Él.
Mi imaginación me tiene que ayudar a este sentir interno. Tengo que poner toda la carne en el asador. Es necesario tocar fondo. Y tocarlo de manera que sienta verdadera angustia de vivir sin Dios. Y que esto me haga reaccionar. A veces Dios permite que nos destrocemos completamente para que nos pueda reconstruir. He aquí la razón de verdaderos infiernos que hemos experimentado a lo largo de nuestra vida.
         En este mundo hay una alergia profunda al sufrimiento. Nos ofrece colchones y terapias para no sufrir. Nos convence de que lo importante es disfrutar, pasárselo bien. A vivir, que son dos días, dicen. Se han anestesiado los bienes espirituales. Están envueltos en un infierno y no se dan cuenta porque no saben distinguir la luz y cuando alcanzan a descubrirlo, no saben cómo salir de su oscuridad. Podrían llegar a escuchar un día las mismas palabras que el rico Epulón: Tú ya recibiste bienes en vida y Lázaro recibió males, y ahora él es aquí consolado y tú eres atormentado.
         Padre nuestro, que estás en los cielos, tú conoces el mal del mundo y cómo yo lo aumento cada día. Ayúdame a acoger el día de salvación; concédeme ahora el mirar a tu Hijo, tratado como pecador por nosotros, crucificado por nosotros, por mí. Reconciliado por el Amor infinito, viviré en el humilde amor que no busca otra recompensa fuera de Ti.

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