jueves, 17 de noviembre de 2016

EL PECADO (2) Meditación semanal


Continuamos nuestra meditación sobre el PECADO y lo hacemos ante Cristo crucificado. Delante de Él comprendemos que el pecado en nuestra vida deforma el plan que Dios tiene para nosotros y hasta lo impide. Pero la experiencia en Cristo nos lleva, no al fracaso, sino a la esperanza de saber que en Él todo tiene arreglo, porque Él ha venido a crucificar el pecado del mundo, el pecado del hombre y mi propio pecado.
Con el pecado rechazo a Dios. Pero el reconocerlo es un don. Entendernos pecadores es un don que nos hace humildes ante Dios, entender su amor y su misericordia, que se desbordan conmigo cuando reconozco mi pecado.
Voy a hacer un repaso de mi propia historia de pecado, para comprender el amor de Dios y su perdón. Sentir un crecido e intenso dolor de mis pecados. Llorar, si no externamente, al menos internamente por el dolor de haber rechazado a Dios, de haberle ofendido. Este dolor intenso es la conversión del corazón. He rechazado el amor verdadero por amores aparentes. Pero Dios me devuelve el amor rechazado y me da más amor cuando me acerco a Él arrepentido.
No se trata de sentir remordimiento por haberle fallado o culpabilidad, porque con estos sentimientos me convierto yo en el centro y el centro tiene que ser Él. Por eso, la verdadera contrición es la que brota como coloquio de amor con Cristo crucificado. Sólo la mirada de Cristo me hace comprender mi pecado con una actitud serena. Sólo Él me puede dar el perdón y la paz. El pecado, puesto delante de Dios, es camino de encuentro con Él. No hacerlo así, nos produce mal humor y desolación. Como dice el Salmo 50: “Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa. Lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra Ti, contra Ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces. En la sentencia tendrás razón, en el juicio resultarás inocente… Rocíame con el hisopo y seré puro, lávame y quedaré más blanco que la nieve… Aparta de mis pecados tu vista y borra en mí toda culpa. Crea en mí, oh Dios, un corazón puro y renueva dentro de mí un espíritu firme. No me arrojes lejos de tu rostro y no quites de mí tu santo Espíritu. Devuélveme el gozo de tu salvación, sosténgame tu espíritu generoso… Abre Tú, Señor, mis labios y cantará mi boca tus alabanzas. Porque no es sacrificio lo que Tú quieres, si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio, oh Dios, es un espíritu contrito, un corazón contrito y humillado, Tú, oh Dios, no lo desprecias”.
Ante esta actitud y estas palabras, Dios reacciona rápido, como con el hijo pródigo. Mata el ternero cebado. Me pone el anillo en el dedo, como signo de la alianza que ha hecho con el hombre. Me pone las sandalias en los pies, como signo de reestablecer la dignidad que desde siempre me confirió. Esto es lo que hace el Sacramento de la Reconciliación en mi vida. La gracia de Dios siempre va conduciendo mi vida.
Meditar en todo esto despacio, rememorando el profundo amor de Dios hacia mi alma arrepentida. Agradecérselo, porque nunca se lo agradeceré lo suficiente. Todo es don de Dios. Por eso tengo que vivir en un agradecimiento continuo. Reconocer que todo me viene de Él.
La reconciliación me devuelve a la vida, porque el pecado me lleva a la muerte, a la angustia, al desconcierto, a la desesperación, a la desesperanza, a la tristeza…
Tengo que dejar que Dios cure todas las heridas que me ha dejado el pecado, que sane toda la historia de mi vida apartada de Él.
Pensar en los pecados que he cometido en relación con los demás, todo lo que les ha producido desamor, todo el daño que les he hecho, los sentimientos de rencor, de malquerencia, de malos deseos. Tengo que quitar todas las espinas, todo aquello que hace daño a los demás.
Contemplar la fealdad y la malicia del pecado. Descubrir todo lo que el pecado destroza en mi vida: algo personal y precioso que Dios tiene para mí. Dios se entristece por nuestro alejamiento. El pecado le causa un dolor profundo a Dios. Dios sufre por no poder amar. Nosotros, su viña, no nos dejamos cuidar por Él. Dice Isaías, en el capítulo 5: “Tenía mi amado una viña en un fértil recuesto. La cavó, la limpió de piedras y la plantó de vides selectas. Edificó en medio de ella una torre, e hizo en ella un lagar, esperando que le daría uvas, pero le dio agrazones (uvas que nunca maduran). Ahora, pues…, juzgad entre mí y la viña. ¿Qué más podía yo hacer por mi viña que no lo hiciera? ¿Cómo, esperando que diese uvas, dio agrazones?”.
Dios es olvidado por la ingratitud de su pueblo, por mi ingratitud. El corazón de Dios refleja la tristeza de quien esperaba el fruto correspondiente a tantos desvelos.
Pedirle perdón, reconocer ante Él, como San Pablo, que hago el mal que no quiero, que no soy yo quien lo hago, sino el pecado que habita en mí. ¿Quién mi librará de este cuerpo de muerte, si no es Cristo?
Leemos en la carta a los Colosenses, en el capítulo 3, las recomendaciones para librarnos de este cuerpo de muerte: “Deponed la ira, la indignación, la maldad, la maledicencia, el torpe lenguaje. No os engañéis unos a otros; despojaos del hombre viejo con todas sus obras y vestíos del nuevo, que sin cesar se renueva para lograr el perfecto conocimiento según la imagen de su Creador.
Vosotros pues, como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de entrañas de misericordia, bondad, humildad, mansedumbre, longanimidad, soportándoos y perdonándoos mutuamente siempre que alguno diere a otro motivo de queja. Como el Señor os perdonó, así también perdonaos vosotros. Pero por encima de todo esto, vestíos de la caridad, que es vínculo de perfección. Y la paz de Cristo reine en vuestros corazones, pues a ella habéis sido llamados en un solo cuerpo… Y todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por Él”.

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